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El Estado Islámico se lanza contra la memoria de la humanidad

Limpieza étnica y destrucción de patrimonio cultural han ido de la mano en Irak, Siria, Afganistán o los Balcanes

Guillermo Altares
Un terrorista del EI destruye una estatua asiria en Mosul.
Un terrorista del EI destruye una estatua asiria en Mosul.AFP

En la posguerra de Kosovo, una de las imágenes más impresionantes era el despliegue de tropas internacionales para proteger las iglesias ortodoxas medievales serbias. Para la Unesco, que las considera patrimonio mundial de la humanidad, y para cualquier aficionado al arte o a la historia, esas iglesias, como el monasterio de Dechani del siglo XIV, representan un testimonio único de la Edad Media europea, de la relación entre Oriente y Occidente, sus frescos son una de las máximas expresiones de la herencia de Bizancio. Resultaba insólito que algo tan bello, tan importante para la memoria colectiva de la humanidad, necesitase la presencia de soldados y blindados de KFOR para evitar su destrucción. Sin embargo, para los fanáticos ultranacionalistas kosovares la presencia de las iglesias medievales serbias no formaba parte del pasado, de la historia, sino de su presente en el que pretendían borrar la memoria de todos los pueblos que habían pasado por Kosovo antes que ellos (como, por otro lado, habían intentado hacer los serbios en ese mismo territorio o en Bosnia, con la quema de mezquitas y bibliotecas como la de Sarajevo). Limpieza étnica, genocidio y destrucción del patrimonio cultural siempre han ido de la mano en los conflictos de la antigüedad pero también en los de los siglos XX y XXI.

La destrucción de las estatuas asirias y sumerias del Museo de Mosul por parte del Estado Islámico (EI) se enmarca dentro de un plan para acabar con la memoria de todos los que pasaron por ahí, de los que formaron la cultura iraquí. La persecución de comunidades cristianas tan antiguas como la Biblia forma parte del mismo impulso criminal que arrasar a mazazos estatuas de un valor incalculable. El asiriólogo Samuel Noah Kramer, que huyó a Estados Unidos cuando era un niño de los pogromos rusos a principios del siglo pasado, escribió en los años cincuenta un clásico titulado La historia empieza en Sumer, en el que relataba a través de 39 capítulos todo lo que nuestra cultura debe a Mesopotania: la escritura, las ciudades, hasta los primeros cuentos de fantasmas... Todo lo que somos, en cierta medida, empezó allí y eso es lo que los fanáticos del EI quieren borrar. Las tablillas de escritura cuneiforme no son sólo testimonios de los primeros alfabetos: encarnan el comienzo de la administración, de la voluntad de atesorar la memoria de una sociedad.

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"Este ataque es mucho más que una tragedia cultural", declaró el jueves cuando se conocieron las imágenes de la destrucción la directora general de la Unesco, Irina Bokova. "Es también un problema de seguridad porque incendia el sectarismo y el extremismo violento en el conflicto de Irak". El daño al patrimonio que el Estado Islámico ha causado en Irak o Siria, dos de las cunas de la humanidad, es incalculable. Una parte de la memoria colectiva se ha perdido para siempre, en algunos casos por puro fanatismo, en otros para traficar con las antigüedades robadas (el único objetivo no es destruir, también hay un gran negocio detrás, ya que muchas de esos joyas desaparecidas circulan en el mercado negro). Se conservan piezas muy importantes en museos como el Louvre de París o el British Museum de Londres, fruto del espolio colonial pero donde, hay que ser realistas, se encuentran a salvo. La pérdida es importante, pero no total. Es imposible evaluar en estos momentos lo que nunca sabremos de nuestro pasado por el paso destructor, como si fuesen Atila, de las huestes del EI.

Los mazazos del Museo de Mosul recuerdan la voladura de los budas de Bamiyán, destruidos por los talibanes en 2001. Para los historiadores, Afganistán es el símbolo máximo del cruce de culturas, allí se encuentra Ay Janum, la ciudad griega más oriental del mundo, fundada por Alejandro Magno y con la que Kipling soñó en El hombre que pudo reinar. Las estatuas gigantes representaban un testimonio de la expansión del budismo, de la Ruta de la Seda por la que circularon las mercancías, las lenguas y la cultura durante siglos. Hoy los budas ya no existen, Ay Janum ha sido arrasada y lleva décadas sin ser excavada. A la vez que borraban la historia con dinamita, los talibanes, como el EI, lanzaron una persecución implacable contra los otros pueblos de Afganistán, como los hazaras, chiíes de origen mongol, que fueron masacrados sistemáticamente. Pero para los talibanes, como para el EI o para los ultranacionalistas de los Balcanes, la historia no existe, la memoria no importa: sólo hay un presente de destrucción sin pasado, sin cultura.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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