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MIEDO A LA LIBERTAD
Columna
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El color de la sangre

El reproche de la ONU a México exige una actitud decidida para aclarar las desapariciones

Justo cuando este año se cumple el 40º aniversario del Plan Cóndor que causó más de 60.000 víctimas, el reproche de Naciones Unidas al Gobierno mexicano por el fenómeno de las “desapariciones generalizadas” en el país muestra que los desaparecidos no solo son un baldón de la historia del siglo XX de América, sino también a comienzos del XXI.

La tortura y el desprecio a los derechos humanos no han sido un privilegio de las dictaduras latinoamericanas de derechas ni de Estados Unidos. Sin ir más lejos, Cuba y los procesos sumarísimos o las condenas a muerte contra sus disidentes, así como falta absoluta de respeto por las libertades en la isla ha sido y sigue siendo una de las mayores manchas del mapa del respeto a los derechos ajenos. Por eso, para un país como México, donde nunca hubo un golpe de Estado desde la Revolución, donde la lucha siempre ha gravitado sobre cómo instalar un poder civil por encima del militar, la recomendación de la ONU significa un antes y un después.

El Gobierno de Peña Nieto, como ya le ocurrió a su antecesor, tiene una cuenta pendiente con su Ejército

Existe la convicción generalizada de que la mayor parte de los desaparecidos lo han sido a manos de los narcos y que las víctimas son ellos mismos. Pero el tema es que el narcotráfico por definición es ilegal y representa la falta de civilización. En cuanto a la policía mexicana, el caso Iguala demuestra lo que todos los Gobiernos vienen repitiendo: no es fiable, está penetrada por los narcotraficantes y es un instrumento de tortura más que una garantía de libertad. Con este panorama, los únicos perjudicados por el tema de los desaparecidos pueden ser los miembros del ejército cuya historia y tradición democrática podrían verse manchadas de sangre. La guerra insensata contra el narco, desatada por razones políticas por el expresidente Felipe Calderón llevó, gracias a la debilidad de su secretario de Defensa Nacional, el general Guillermo Galván, a un planeamiento absolutamente demencial de lo que era la solución militar de una falsa guerra que acabó convirtiéndose en civil.

De pronto, México se encontró envuelto en un conflicto disfrazado entre el ejército de los sicarios del narco (originado por el fracaso del modelo social de desarrollo del país) y la brutalidad de unas fuerzas de seguridad que, muchas veces, tuvieron que defenderse en inferioridad de armas y condiciones y sin una cobertura legal. No se sabe cuánta gente se esfumó ni por qué, ni quién los hizo desaparecer. A estas alturas, no hay lista oficial de desaparecidos. Tampoco de aparecidos. Algunas organizaciones hablan de 23.000 personas en paradero desconocido y otras de 35.000. A ello se suma que, buscando a los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, se han descubierto más de cien cadáveres en fosas comunes que nadie ha tenido la curiosidad de saber quiénes son.

El Gobierno de Peña Nieto, como ya le ocurrió a su antecesor, tiene una cuenta pendiente con su Ejército: legalizar la lucha contra el narco. Asimismo, tiene otro tema pendiente contra el futuro y a favor de la legalidad del régimen: ser capaz de descubrir cómo, cuándo, por qué y a manos de quién desaparecieron miles de mexicanos. La carta de la ONU exige una actitud decidida para encontrar a quienes faltan y explicar quién los desapareció.

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