_
_
_
_

La fosa de la barbarie

EL PAÍS recorre junto a los padres de algunas de las víctimas el vertedero donde asesinaron y quemaron, según la fiscalía, a los normalistas mexicanos

Uno de los padres de los normalistas, ante el basurero de Cocula
Uno de los padres de los normalistas, ante el basurero de CoculaSaúl Ruiz

Al final del camino, aguarda una abrupta caída. Es una hondonada perdida en el corazón de las montañas. Accesible sólo desde un sinuoso camino de tierra, el sitio donde, según la fiscalía, mataron y calcinaron a los normalistas, ha sido utilizado durante años como vertedero. Una cascada de basura atestigua este uso. A primera vista parece un lugar propicio para el exterminio.

Para llegar a este abismo hay que superar un áspero trayecto sobre un firme esquivo. Desde Cocula, el viaje requiere unos 35 minutos en un vehículo medio. Por el camino, entre una espesa vegetación, es habitual toparse con vacas y mulas. Imposible acelerar largo tiempo y difícil superar los 30 kilómetros por hora. No hay una sola edificación en sus proximidades. Ni tampoco testigos.

La senda desemboca en una pequeña terraza, que se corta con un fuerte desnivel de unos 20 metros de altura. Abajo, al final de una cascada de inmundicias, se ve una asfixiante explanada, cuyo suelo muestra aún las negras marcas del horror. Ahí, según la fiscalía, los sicarios levantaron, sobre un círculo de piedras, una pira de neumáticos y leña en la que dispusieron los 43 cadáveres de los estudiantes. El fuego, alimentado por gasolina, prendió durante horas, de noche y de día. Pero nadie vio nada. Ni llamas ni humo. Y si alguien lo hizo, prefirió no decir nada. Cocula no es lugar para denunciar al narco. Controlada por el sanguinario cartel de Guerreros Unidos, la localidad, vecina de Iguala, es un poblacho oscuro, de casas bajas y miradas esquivas.

Más información
Las fechas clave de la tragedia
Historia de un fracaso
Los claroscuros del caso ‘Iguala’
Iguala, ¿sólo otra matanza más?
Los 43 estudiantes fueron asesinados

—Vaya usted allá, si quiere, pero se le hará de noche.

El anciano indígena mira con desconfianza a los visitantes y luego les señala el camino hasta el vertedero. Como tantos otros lugares en Guerrero, es territorio prohibido. Nadie se acerca a él. Y todos saben por qué. Pero esta tarde algo ha cambiado. Por el camino, se asoma un tropel de vehículos. Ha empezado a anochecer y se percibe que tienen prisa. Una decena de hombres, muchos policías comunitarios, bajan con rapidez y miran con precaución el coche de los periodistas, aparcado junto al vertedero. Entre ellos, van dos padres de estudiantes. Han venido a reconocer el terreno. Los dos familiares, escoltados por policías comunitarios, se acercan a paso lento al abismo. De pie, sobre las basuras, hunden la mirada en la hondonada. Por un instante, se les ve derrotados, absorbidos por la negrura de las cenizas. Luego, uno de ellos musita: “No puede ser, mi hijo sigue vivo”.

El padre del estudiante Eduardo Bartolo lleva un machete en la mano y unos prismáticos colgados del cuello. Desde hace más de 40 días no sabe nada de su hijo. Le cuesta trabajo descender con las alpargatas por la ladera repleta de bolsas de plástico, televisores viejos y cristales. Aquí, en medio de este lugar desolador, supuestamente asesinaron al chico junto a otros 42 compañeros. El padre camina absorto sobre la superficie quemada. Trata de reconstruir qué ocurrió aquella madrugada en el lugar de los hechos. Chicos matando a chicos. La negación de lo alto de la loma se convierte en incertidumbre. “Me duele que se pudiera sentir solo si ocurrió aquí, ¿yo dónde estaba?”, reflexiona. Pasea entre sombras, fantasmas, voces que hacen eco en la olla natural que forman las paredes del cerro que rodea el vertedero. El señor dice algo por lo bajo. Desenfunda el machete y revuelve un montículo que encuentra a su derecha: “Busco una camiseta suya, un indicio. Algo”. El padre del estudiante Abraham de la Cruz, a su lado durante el reconocimiento del lugar, le habla a él y se habla a sí mismo: “No creo pues que haya sido aquí. No creo, no”.

Los padres llegaron al vertedero de Cocula a bordo de las camionetas de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (UPOEG), campesinos armados de la región que han ayudado en la búsqueda infructuosa de los muchachos. Miguel Ángel Jiménez, uno de sus líderes, inspecciona el lugar y mueve la cabeza de un lado a otro en señal de negación. La troupe a su alrededor capta el mensaje y comienza a hilar frases como “no fue aquí”, “encontrarían huesos de vaca”, “estos polis han visto muchas telenovelas”. Los padres aguardan en un espeso silencio. Se está haciendo de noche.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_