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Columna
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Decepción

Cuando hui a Occidente creía que la sociedad era hasta cierto punto democrática y la economía de mercado, hasta cierto punto social

Cuando, un año antes del cambio, hui a Occidente, mis expectativas, condicionadas sobre todo por los medios de comunicación, eran más o menos las siguientes: creía que la sociedad occidental era hasta cierto punto democrática, que la economía de mercado era hasta cierto punto social, y que el sistema político era lo suficientemente flexible como para afrontar los grandes retos de la protección del clima y el medio ambiente, o por lo menos más que el sistema socialista.

Aunque en la práctica estas expectativas se han visto satisfechas en cierta medida y sigue estando completamente descartada toda comparación con el socialismo de la RDA (esto es algo que, como antiguo ciudadano de la RDA, uno tiene que puntualizar siempre previamente si no quiere que lo manden inmediatamente a Cuba), con el tiempo han surgido decepciones e inquietudes. Estas se deben en parte a que la sociedad a la que me he incorporado ha sufrido una intensa transformación en el último cuarto de siglo.

Una de las cosas que más me irrita es verme sumido de nuevo en un período de gigantomanía después de haber vivido una gigantomanía de cuño soviético. Esta nueva gigantomanía se llama globalización.

La globalización es posible gracias a un sistema de tratados de libre comercio. Uno de los tratados de libre comercio más amplios es la Unión Europea. Pero, aunque con el tiempo ha llegado a adquirir un marco político, su objetivo principal sigue siendo el libre comercio; eliminar lo más posible las tasas aduaneras, las barreras a los intercambios y las medidas de protección; y eso es lo que encontramos, desde el Tratado de Roma (1957), en todos los tratados europeos posteriores.

Como es natural, la transferencia sin trabas de mercancías y capitales desemboca en el fortalecimiento de los grandes consorcios internacionales y, finalmente, en el desarrollo del capital financiero. Esto no es ninguna teoría, sino una realidad palpable. El poder político del capital crece. Los bancos y los monopolios asesoran, financian o extorsionan a la política y, lo que es más efectivo aún, se funden con ella, tanto en el plano personal como en el organizativo. Esto ocurre a escala nacional, pero también está cada vez más presente en Bruselas, que constituye un lugar perfecto para este tipo de imbricación, debido a que allí la concentración de poder es muy alta y los 20.000 cabilderos que trabajan diariamente en Bruselas lo tienen todo mucho más cerca. Además, es un lugar bastante resguardado de la influencia y la participación de la población europea. Por un lado por la lejanía geográfica, pero también por las complicadas, burocráticas y nada democráticas estructuras que imperan en Bruselas.

Puede que a nivel personal muchos parlamentarios tengan el sincero convencimiento de que están haciendo cosas para mitigar las consecuencias sociales y medioambientales de la globalización. No obstante, olvidan que precisamente lo que ellos intentan paliar es una consecuencia de la Unión Europea. No es una casualidad que las negociaciones sobre la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (TTIP, por sus siglas en inglés) se desarrollen en secreto de cara a la población, y no es una torpeza política el hecho de que la Comisión Europea esté impulsando por todos los medios el plan de traspasar una parte de los poderes jurídicos nacionales a tribunales de arbitraje privados. En realidad, esto no es más que la continuación consecuente de lo que la UE —o en todo caso esta UE— representa en esencia. Esta institución es en realidad un instrumento de la globalización impulsada bajo augurios neoliberales y ese es también, creo yo, el motivo más profundo de su déficit democrático.

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Además de los déficits democráticos, los déficits sociales se están haciendo también cada vez más patentes. No se trata solo de que la libre transferencia de mercancías y capitales haya desembocado en una competencia terrible entre los Estados (y sus poblaciones) por lograr las mejores condiciones para las empresas (impuestos más bajos, salarios más bajos y sindicatos débiles son ventajas a la hora de ofrecerse como localización); a esto hay que añadir que la brecha entre ricos y pobres no ha dejado de ensancharse en los últimos 25 años. Hasta las estadísticas de la OCDE, o incluso recientemente los informes de la agencia de calificación de riesgo Standard&Poor’s, advierten de la existencia de peligrosos desequilibrios tanto entre naciones pobres y ricas como dentro de las naciones industrializadas desarrolladas. En los países occidentales, el 1% de la población posee alrededor del 30% de la riqueza. Al mismo tiempo, los Estados —es decir, sus ciudadanos— están endeudados hasta las cejas. En el sur de Europa, más de la mitad de los jóvenes de menos de 25 años está en paro; una tragedia que traerá consecuencias sociales y políticas.

Es cierto que en Alemania la situación todavía parece aceptable, pero el país consigue en parte su prosperidad a costa de otras naciones que no están preparadas económicamente para asumir el caro euro. Además, en Alemania también existe desde hace mucho tiempo el feo (y cínico) neologismo “Niedriglohnsektor” [sector de salarios bajos] que significa que la gente trabaja, pero no puede mantenerse con lo que gana. En Alemania también son los pequeños y medianos ahorradores los que pagan con sus depósitos, que prácticamente no producen intereses, los costes de una crisis de la que han salido ganando otros. Y en Alemania también es el contribuyente medio el que rescata a los inversores que han perdido dinero especulando. Esta es una situación que menoscaba el equilibrio social y no tiene nada que ver con la economía de mercado.

Probablemente la peor consecuencia de la globalización sea su repercusión sobre el medio ambiente, es decir, sobre el planeta. El objetivo declarado de la UE (pero también de la Organización Mundial de Comercio o de la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión) es el crecimiento, pero eso solo es verdad a medias. En realidad se trata del crecimiento del crecimiento, es decir, de crecer cada vez más rápido, o expresado matemáticamente, de crecer exponencialmente. Aunque el crecimiento se aplicase a ámbitos “razonables”, este concepto no sería sostenible a largo plazo. El concepto de crecimiento de la civilización occidental ha consumido en 250 años tantos recursos como la humanidad en toda su historia anterior. Agotamos el planeta para consumir y lo más desquiciado de toda esta historia es que el consumo ni siquiera nos hace felices sino que congestiona, saquea y llena de basura el mundo.

No, la producción descabellada de bienes de consumo no sirve para combatir la pobreza o el hambre como les gusta afirmar a los profetas del crecimiento. Todo lo contrario, la producción masiva de productos baratos de los países industrializados crea inmensos problemas medioambientales en el tercer mundo. Cientos de conflictos bélicos son provocados o favorecidos por problemas climáticos como la erosión del suelo o la escasez de agua, cuando no se trata directamente de hacerse con riquezas naturales y reservas energéticas para aplacar el hambre insaciable de esa industria que funciona a toda máquina.

Finalmente, me temo que la unificación cada vez mayor del tipo de economía, producción y consumo, tendrá a largo plazo —y de hecho ya tiene— un efecto nivelador en el ámbito cultural. No soy nacionalista, soy medio ruso, así que ni siquiera soy un auténtico alemán. Soy europeo, estoy realmente enamorado de Europa, siempre que eso no suponga un nuevo grado de chovinismo. Amo a Europa precisamente por la variedad de sus culturas, y si queremos que viajar signifique algo más que, sencillamente, cambiar de lugar, y el intercambio algo más que mero comercio, entonces hay que mantener vivas las culturas, las regiones y las tradiciones, lo cual no quiere decir conservarlas como atracciones turísticas.

Como ciudadano de la RDA siempre me ha hecho sufrir la forma en que el socialismo tendía a nivelar todo lo tradicional y regional. Por supuesto, la nivelación que tiene lugar hoy día es de otro tipo, y todavía sigue siendo socavada por subculturas que se resisten a un tipo de economía y un modo de vida generalizadores. No obstante, cuando viajo a las ciudades y países de Europa, cada vez percibo más cosas idénticas y similares. En las zonas peatonales se asientan las mismas cadenas comerciales y los mismos operadores de telefonía móvil. Las jóvenes parecen calcadas unas de otras. Los carteles de los cines anuncian los mismos éxitos de taquilla. Y —extraña coincidencia— cada vez es más raro encontrar gente que lee en el metro. En un mundo cada vez más acelerado, el libro se convierte en un anacronismo. Pero eso significa que el idioma —el componente más importante de la identidad cultural— también empieza a desmoronarse.

Probablemente todo esto no pueda seguir así por mucho tiempo. Puede ser que mi visión esté alterada por la decepción o velada por el desconocimiento. Pero cuando, hoy día, me preguntan por el cambio, en lo primero que pienso es en la esperanza y en las expectativas que acompañaban a esa época de nuevos horizontes. Negar que, en muchos aspectos, la nueva vida es más interesante, hermosa y autónoma, sería falso y mezquino. Pero también sería una irresponsabilidad no mencionar aquí las inquietudes y las decepciones.

Eugen Ruge es escritor. Es autor de la novela En tiempos de luz menguante, en la que narra el desplome de la RDA.

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