Goliat se ahogó en el Báltico
Estonia, Letonia y Lituania, tres países diminutos, lanzaron un desafío gigante a la URSS
Los mazazos al Muro representaron el clímax de una partitura que empezó a interpretarse en media Europa varios años antes. Y uno de los lugares donde la música sonó más tiempo y más alta fue el báltico. El pintoresco hecho de que, como modo habitual de protesta, cientos de miles de manifestantes de Estonia, Letonia y Lituania se lanzaran a la calle a entonar canciones patrióticas e himnos católicos en sus respectivos idiomas dio lugar a que el movimiento se conozca como la Revolución Cantada. Sin embargo, si por algo se recordará el proceso es por la cadena humana que atravesó 600 kilómetros y la conciencia de todos los nacionalismos del mundo aspirantes a una separación incruenta del país matriz.
A las siete de la tarde del 23 de agosto de 1989 un millón y medio de personas se tomaron de la mano todo lo al unísono que es posible en una situación similar. Por este fraternal método atravesaron los arroyos, montes y calles que separan Tallin (Estonia) de Vilna (Lituania) cruzando Letonia. La manifestación no sólo sirvió para entrar en el Libro Guinness de los records, fue sobre todo un ejemplo impecable de marketing político. Coincidió con el cincuentenario del pacto Mólotov-Ribbentrop, el acuerdo secreto entre la Alemania nazi y la Unión Soviética para repartirse Europa del Este, y apuntó directamente a la opinión pública mundial.
El movimiento se fraguó al amparo del glasnost y la perestroika. Plataformas ecologistas contra infraestructuras soviéticas en Letonia, campañas para recuperar el patrimonio católico en Lituania, manifiestos de escritores, reactivación de la disidencia, recuperación de símbolos nacionales… Desde 1986 las manifestaciones en los tres países fueron creciendo en concurrencia y frecuencia. En 1987 las autoridades pensaron que la solución sería prohibirlas y arrestar a sus cabecillas, pero al año siguiente no les quedó más remedio que volver a permitirlas y comprobar cómo eran ya decenas de miles los que salían a pedir la independencia de la muy posesiva madre soviética. Hasta 300.000 personas llegaron a protestar en Estonia, una quinta parte de la población del país. En ese clima, los partidos comunistas de los tres países fueron absorbiendo como propias muchas de las reclamaciones de la población -por ejemplo, anteponer la legislación nacional a la soviética-, y acabaron permitiendo la formación de la cadena humana como símbolo último de buena voluntad.
En una exhibición de su capacidad para coordinarse, en el 50 aniversario del pacto Ribbentrop-Mólotov los participantes en el acto se movieron en autobuses hacia las zonas en las que podían quedar huecos libres y afinaron su ubicación mediante comunicados por la radio. Las campanas del báltico repicaron el día entero. En Vilna, 40.000 manifestantes se reunieron en la plaza de la catedral entre velas y sones tradicionales. En uno de los actos más espectaculares, los frentes populares de Estonia y Letonia se encontraron en la frontera y organizaron el funeral simbólico de una cruz gamada dentro de una estrella roja en protesta porque su futuro lo hubieran determinado dos diplomáticos extranjeros que no contaban con las simpatías locales.
El componente festivo no quiere decir que el acto no se saldara con más de un porrazo policial, y tanto las fuerzas armadas de la URSS como las del resto de naciones comunistas hermanas vivieron la jornada sobre ascuas. En cualquier caso, el simple hecho de que llegara a ejecutarse terminó de convencer a los bálticos que aún no creían de que era realista aspirar a la independencia.
Como paso determinante en esta progresión, el 24 de junio de 1988 se creó en Lituania el Sąjūdis, movimiento social y político para liderar el proceso que funcionó como la primera oposición parlamentaria organizada de la historia de la URSS. El 24 de febrero de 1990, ganó las elecciones, y el 11 de marzo, unos meses tras la caída del Muro de Berlín, Lituania se convirtió en el primer Estado soviético en declarar su independencia. El resto vinieron en cascada.
El mundo tardó casi un año en reconocer a las tres naciones, a finales de 1991, mediando un intento de Moscú de recuperar por la fuerza el control de Letonia y Lituania. El 13 de enero de 1991 paracaidistas rusos hirieron en Vilna a cientos de manifestantes y mataron a 14 que protegían el parlamento y la torre de televisión estatal de los tanques soviéticos dentro de una estrategia de escudos humanos muy popular en la época. Ese Domingo sangriento se considera el punto de no retorno del hundimiento moral de la URSS.
El golpe de Estado del 19 de agosto de 1991 en la URSS que pretendía revertir la transición hacia el liberalismo capitalista aceleró el plazo que las repúblicas bálticas se habían concedido para desvincularse de Moscú. De forma casi automática, bajo la amenaza de los tanques de los golpistas rusos, los países bálticos reclamaron su independencia y la comunidad internacional la reconoció.
Desde entonces, los bálticos se han integrado en la Unión Europea, la OTAN y todo lo que sonara antisoviético. Los tres países han alcanzado notables niveles de bienestar e integración en la comunidad internacional, pero viven obsesionados con la amenaza rusa, tenga ésta la forma de un conflicto bélico del estilo del ucranio o pequeños aguijonazos desestabilizadores como ciberataques, bloqueos económicos o conflictos étnicos. Estos últimos se explicarían por el hecho de que los tres poseen una notable población de origen ruso a la que miran de reojo. La relación con esta minoría es motivo contante tanto de roces con Moscú como de sobrerreacciones y atropellos administrativos varios.
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