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Columna
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Democracia e injerencia

Con el argumento de la soberanía hay Gobiernos que presionan a ONG de derechos humanos

Hace ya una década que la financiación internacional de organizaciones de defensa de los derechos humanos, de promoción de las libertades civiles, de observación electoral ciudadana, o bien de lucha contra la corrupción se encuentra bajo creciente presión por parte de regímenes de distinto signo y calidad democrática: de Rusia a Kenia, de Egipto a India. En África, América Latina, Asia, Oriente Medio y el espacio postsoviético las restricciones a la financiación internacional, el acoso a ONG que la obtienen, o la expulsión de fundaciones y organizaciones internacionales, suelen ser la antesala a una creciente presión gubernamental sobre la sociedad civil autónoma. Por eso hay que ver con preocupación la publicación en la prensa oficialista de Macedonia de artículos acusando de traición a ONG críticas con la deriva autoritaria del país y las inspecciones enviadas por el Gobierno de Hungría a organizaciones financiadas por el fondo de apoyo a la sociedad civil del Gobierno de Noruega, todo en las últimas dos semanas.

Lo paradójico es que la sospecha hacia la asistencia democrática alcance el corazón de Europa cuando una nueva injerencia antidemocrática llega desde Rusia. Las revelaciones de que uno de los líderes del partido ultraderechista Jobbik es un agente ruso vienen a confirmar la inversión del Kremlin en la extrema derecha europea. El 31 de mayo, la Fundación San Basilio el Grande del joven oligarca Konstantin Malofeev, cercano al Kremlin, reunía en Viena, a puerta cerrada y bajo secreto, a nacionalistas y tradicionalistas para salvar a Europa del liberalismo, el ateísmo y el lobby gay, y devolverla al viejo orden. Los ideólogos del nacionalismo ruso y el proyecto euroasiático se reunieron con algunos de los aliados europeos de Putin: el Frente Nacional francés, el FPÖ austríaco, Ataka de Bulgaria, incluso los carlistas españoles. Así se promueve desde Rusia una rancia versión de los valores europeos.

El apoyo a la democracia por parte de Gobiernos occidentales no ha sido siempre un ejercicio limpio de intereses, ni en la Guerra Fría ni después. Casos como la ayuda a la oposición que derrocó a Milosevic en 2000 y, en especial, la política internacional de George W. Bush pusieron bajo sospecha a toda financiación con fines democratizadores. Pero la asistencia a la democracia también tiene una larga historia de apoyo a procesos domésticos, con resultados nada desdeñables. Empezó jugando un papel importante en la consolidación de las democracias ibéricas en los setenta. Desde entonces, las organizaciones de defensa de los derechos humanos, en especial de los derechos de quienes no gozan de la simpatía de la mayoría (minorías étnicas, religiosas y sexuales, presos, drogadictos, etc.), han podido lograr avances gracias a la financiación internacional. Bajo la bandera de la soberanía y la no injerencia, Gobiernos del mundo entero están intentando silenciar estas voces. No las voces de poderosos Gobiernos europeos, sino las de los valientes activistas que defienden derechos y valores universales en su país.

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