Dos gigantes condenados a entenderse
Los vínculos económicos e históricos explican el rechazo alemán a imponer duras sanciones a Moscú. Alemania invirtió en Rusia 20.000 millones en 2013
En uno de los primeros encuentros de Angela Merkel con el presidente ruso, de repente Vladímir Putin dejó entrar a Koni. Los fotógrafos captaron la imagen de una Merkel rígida ante la presencia de un gigantesco labrador. En su biografía sobre la canciller, el periodista Stefan Kornelius explicaba el motivo de la palidez en la cara de una de las mujeres más poderosas del mundo: siendo una niña, un perro le mordió la rodilla y desde entonces estos animales le dan miedo. Algunos interpretan este gesto del exagente de la KGB, que conocía la fobia de Merkel, como una demostración ante su interlocutora de lo mucho que sabía de Alemania y de ella misma.
La actitud de los líderes ante la presencia de Koni sirve de metáfora sobre sus respectivos países: una Rusia agresiva frente a una Alemania a la defensiva. Dos potencias europeas que, pese a todo, están unidas no solo por unos florecientes intercambios económicos, sino también por una relación cimentada por la historia en la que se mezclan los sentimientos de simpatía, comprensión y complejo de culpa.
Desde el comienzo de la crisis ucrania, las presiones polacas, suecas o británicas para castigar a Putin se han visto aligeradas por Alemania, un país con una muy influyente clase empresarial. Las cifras ayudan a entender esta renuencia. Los intercambios comerciales entre los dos países ascendieron el año pasado a 76.000 millones de euros. 6.200 empresas alemanas hacen negocios en Rusia, en donde invirtieron el año pasado 20.000 millones de euros.
“Unos 250.000 empleos dependen de las relaciones económicas entre los dos países. Tenemos que tenerlo en cuenta cuando hablamos de sanciones”, explica en su despacho del Bundestag Gernot Erler, el responsable del Gobierno para las relaciones con el gigante del este. “Los dos países nos necesitamos mutuamente. Alemania cubre un tercio de sus necesidades de petróleo y gas con las importaciones rusas. Pero Moscú necesita el dinero de Europa, que compra el 75% de su energía”, continúa Erler.
Pero en este complejo cóctel no solo influyen las cifras. Es habitual que, en una conversación sobre Rusia con alemanes, estos recuerden que la reunificación del país no habría sido posible sin la actitud de la URSS o la Ostpolitik con la que el canciller Willy Brandt tendió puentes con la órbita soviética. Y entre los antiguos jefes de Gobierno vivos, Rusia no solo tiene como buen amigo a Gerhard Schröder. Helmut Schmidt ha defendido en público algunas de las acciones de Putin. No es de extrañar la indignación que causó el ministro de Finanzas, Wolfgang Schäuble, hace un mes cuando estableció un paralelismo histórico entre la intervención de Rusia en Crimea y la anexión de los Sudetes que los nazis llevaron a cabo en 1938.
Esta relación explica la condición de interlocutor privilegiado con Moscú que ha logrado Merkel, que en los últimos tres meses ha mantenido 13 conversaciones telefónicas con Putin. Estas podrían haberse desarrollado tanto en ruso como en alemán, ya que los dos líderes hablan el idioma del otro. Hace unas semanas, el semanario Die Zeit describía con humor los diferentes perfiles psicológico-políticos de alemanes que exaltan la amistad con Putin y su régimen. El resultado final mostraba una amplia constelación que iba de los izquierdistas nostálgicos de la URSS hasta los pragmáticos pasando por un grupo que, en una traducción libre, podría denominarse buenistas.
Pese a todo, en el Gobierno alemán predomina el desconcierto respecto al Kremlin. El discurso en el que Putin aceptó la semana pasada la celebración de elecciones en Ucrania el próximo 25 de mayo se vio como un paso en la buena dirección. Pero nadie descarta sorpresas negativas. “Realmente no sabemos qué quiere Putin. Si un Gobierno en Kiev dentro de su área de influencia o anexionarse más partes de Ucrania, además de Crimea. Su discurso de la semana pasada fue positivo. Pero no hay nada claro. Quizás ni ellos mismos han decidido qué quieren”, concluye Erler.
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