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Columna
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Sin policía mundial

Europa es impotente para frenar o atraer a Putin, quien encabeza una revolución autoritaria

Francisco G. Basterra

El vacío siempre tiende a llenarse, también en las relaciones internacionales. El expansionismo de la nueva Rusia de Putin en la frontera oriental de Europa o la marca extra de territorio dibujada por China en sus mares oriental y meridional son dos caras de una misma moneda. El retroceso de Estados Unidos, su vuelta a casa tras las guerras de Irak y Afganistán, el conflicto sin fin de Oriente Medio y la guerra contra Al Qaeda que no consigue cerrar provocan un insostenible desgaste económico a la única superpotencia aun realmente existente. Los estadounidenses se repliegan sobre los problemas domésticos de un país ya no tan excepcional. La distracción estratégica de Estados Unidos es aprovechada por otros actores.

Fracasado el reinicio de una nueva relación con la Rusia de Putin, el famoso reset, Obama intenta aislar a Moscú y apuntalar su proyecto de reequilibrio hacia la región Asia-Pacífico, donde vive más de la mitad de la población mundial. Los aliados de EE UU temen que Washington ya no sea garante de su seguridad, sea en Europa o en Asia. Las líneas rojas marcadas por el presidente Obama, primero en Siria y ahora en Ucrania, Crimea es el ejemplo, no han sido mantenidas. ¿Alguien piensa que EE UU iría a la guerra en caso de que China decidiera invadir los peñascos de las islas Sensaku, Diaoyu para los chinos que los reclaman, que administra su aliado Japón al que le une un tratado de defensa mutua?

Sin solución, ni blanda ni dura, para frenar a Putin en los confines de Europa —la línea roja de Occidente ya no es Ucrania, serían los países bálticos— Obama viaja a Japón, Corea del Sur y Filipinas. En la tercera economía del mundo, donde EE UU mantiene todavía 50.000 soldados, el presidente calma la ansiedad del nacionalista primer ministro, Shinzo Abe, aconsejándole prudencia en su delicada relación con China, al tiempo que ofrece el bálsamo de un tratado de comercio transpacífico del que también formaría parte China. EE UU tendrá que admitir la inevitabilidad del ascenso de China como poder dominante en la región Asia-Pacífico, en una versión oriental de la doctrina Monroe que sancionó la hegemonía estadounidense en el hemisferio occidental.

Sin ideología, la Rusia de Putin tiene un destino marcado por su enorme extensión geográfica, que entronca con el zarismo, es expansionista e impele a sus líderes a pensar imperialmente. Putin, educado en el engaño del KGB, encarna ese pasado y se considera más que el dirigente de una potencia regional en declive, como Obama le estampilla. Encabeza una revolución conservadora y autoritaria, que somete al ciudadano a un estado central poderoso, abanderada de la tradición cristiana, y que es jaleada por la ultraderecha euroescéptica. Europa, ensimismada, es impotente para frenar o atraer a Putin. Y Alemania, que prefiere ser una gran Suiza, mira a Rusia de una manera no plenamente occidental y está atrapada por la red de intereses económicos y comerciales que mantiene con Moscú. El papel de policía mundial le queda grande a EE UU.

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