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cartas de cuévano
Tribuna
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El instante permanece

El pasado 9 de marzo murió Glenn Edward McDuffie, el marinero de la famosa fotografía que tomó Alfred Eisenstadt

Escribió Quevedo que solamente lo fugitivo permanece y dura, ese instante que vive quien besa un solo beso que ha de clonarse cada vez que esos labios se vuelven a encontrar por primera vez. Lo saben quienes se han despedido en un andén de neblinas entre trenes que parecen viejos y los viejos que recuerdan el momento preciso en que descubrieron una flor de colores encendidos o las ancianas que resguardan el aroma de un relato intacto. Lo saben los testigos que congelan el tiempo en medio de un vendaval de voces encontradas y quienes de pronto descubren que alguien les ha robado la cartera. Lo saben los enamorados que hablan de lo que no se olvida en medio de madrugadas, el pintor que levanta la vista al borde de la tela para plasmar en tonos dulces el perfil de un paisaje con sonrisa, los compositores que incluyen en sus sinfonías un poquito de silencio y lo saben muy bien algunos fotógrafos.

Alfred Eisenstadt nació en 1898 y vivió casi un siglo cargando con la muy honrosa biografía de ser un fotógrafo que congelaba instantes del tiempo, incluso cuando no llevaba la cámara en ristre. En 1932 captó el vuelo de un mesero vestido de frac deslizándose en patines sobre la pista de hielo del Grand Hotel en St. Moritz, copas y botellas en perfecto equilibrio sobre su charola y, al año siguiente, logró atrapar la hierática coreografía que destilaba un simple apretón de manos entre Hitler y Mussolini, dos encarnaciones del Mal que se clonaban como gárgolas sin colores. Ese mismo año, Eisenstadt fotografió al demonio Joseph Goebbels ante la Liga de las Naciones en Ginebra, quien casi posó para la imagen hasta que se enteró que el fotógrafo que estaba captando precisamente el mejor lado de todos sus males era de origen judío. El propagandista del horror lo regañó con el índice como serpiente y todo el clima que desató el antisemitismo y la amenaza bélica del nazismo hicieron que Eisenstadt emigrara a los Estados Unidos en 1935, donde a lo largo de su vida se consagró como fotógrafo de la revista Life.

“Eise” escapó de la muerte e hizo una vida en las páginas de una revista que precisamente celebraba en su nombre lo que el fotógrafo convertía en imagen sin movimiento: Sofía Loren a media sonrisa, Hemingway como pirata al filo de una espada, Marilyn Monroe hipnotizando el silencio o T.S. Eliot ladeando la cabeza ante un verso que imaginan sus propias gafas, pero por encima de muchos siglos de fotografías Alfred Eisenstadt habría de inmortalizarse al inmortalizar un solo beso.

Antes de que suceda la posible o imposible reconciliación, el momento más deseable para cualquier conflicto es el momento de su terminación. Discusión, desencuentro o desastre, lo mejor para cualquier guerra es el júbilo en cuanto cesa el fuego, una explosión ya no de pólvora muy parecida a todo momento de eso que llaman felicidad, no exento de nostalgia inmediata y los lutos ante todo lo perdido. El 14 de agosto de 1945, el marinero de uniforme oscuro, Glenn Edward McDuffie salió de la boca del metro de Nueva York en la estación de Times Square con la intención de caminar hacia otra línea subterránea que lo llevara directo a Brooklyn. Al cruzar la plaza que existe gracias al periódico que le da nombre, McDuffie no entendía el alboroto de tanta gente que invadía las calles sin automóviles, todo el mundo estaba en las calles celebrando el anuncio de la rendición de Japón, cuatro o cinco meses después de la caída de Berlín y el suicidio de Hitler, ya colgado bocabajo Mussolini, ya todos los paisajes de Europa impregnados de pólvora y por lo menos dos ciudades del Japón arrasadas por el sinsentido aplastante de eso que llaman la Segunda Guerra Mundial, que terminaba al mismo tiempo en el que el marinero Glenn Edward McDuffie se arrancaba a bailar un swing sin música y a brincar como si lloviera confeti para celebrar que en ese instante dejaba de ser soldado y que su hermano menor, preso en un campo de concentración japonés sería liberado ya muy pronto. Pure joy sentía el mareado, tanto como todos los que ardían en júbilo sin rumbo hasta que el marinero McDuffie miró de frente a una enfermera como aparición en medias blancas, vestida de nieve.

Tiempo después se sabría que la enfermera se llamaba Edith Shain y que murió en 2010 a los noventa y un años de edad. Se sabría que McDuffie vio que había un fotógrafo que pegaba la cara al lente cuando vio que el mareado la tomó en sus brazos –sin intercambiar ni una sola palabra con Ella—y la arqueó en un beso que en realidad no ha terminado de darse entre ambos, doblando su cintura como quien estruja un sueño en almohada mientras Ella levanta ligeramente el tacón izquierdo de su zapato blanco como bailarina sobre el cemento.

Consta por testimonios de ambos protagonistas que sin tener que abrir las bocas sus labios se humedecieron mutuamente como cuando una pareja comparte algún secreto inevitablemente jugoso, porque sus labios no se podían pegar en seco y que por más que el marinero intentó no taparle el rostro, su puño entrecerrado era más velo para el misterio que la mano con la que sostenía en ese instante no sólo el peso de una mujer de blanco, sino el peso inmenso del instante con el que terminaba una guerra. El instante que congeló Eisenstadt en su más famosa fotografía donde también consta el asombro, puro júbilo y alguna ligera taquicardia de envidia en las caras de dos chismosas que sonríen, otro marinero que parece caminar buscando turno y no pocos civiles boquiabiertos.

Tomada la fotografía de un milagro –apuntalada además por otra fotografía desde otro ángulo que confirma la epifanía—la pareja no cruzó palabra: Edith Shain se encaminó al hospital donde siguió atendiendo mutilados y heridos de esa guerra que como todas las guerras en realidad parece prolongarse en heridas y transfusiones, memorias y rencores, mientras que el marinero McDuffie tomó el tren subterráneo que lo llevó a Brooklyn y de allí a una larga vida en Texas, tres matrimonios, hijos, amigos, algunos partidos en una liga amateur de baloncesto y toda otra vida en otras trincheras con otro uniforme como cartero postal, seguramente entregando cartas de amor, poemas anónimos, fotografías selladas con labios pintados color rojo-pasión y mensajes perfumados en papeles color pastel.

El otrora marinero Glenn Edward McDuffie murió en Texas el pasado 9 de marzo a una hora incierta, luego de sufrir un infarto en medio de un casino donde seguía jugando al azar como quien arriesga un beso anónimo en medio del mundo. No consta, pero los trombones con sordina trazan un sendero de música callada entre nubes, las trompetas sin aullidos completan la armonía de un ritmo callado que sincroniza los pasos de la mujer de blanco que flota hacia sus brazos. Ambos recuerdan el instante que vivieron hace más de siglo porque ya lo han de vivir. Diga si no, el fotógrafo centenario que los espera cámara en mano… para que conste.

Jorge F. Hernández es escritor

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