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Columna
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Brasil está con dolores de parto

Si escuchamos a personas de diferentes estratos sociales y culturales, existe la sensación de una especie de insatisfacción difusa

Juan Arias

Me llama un amigo de España y me pregunta: “¿Qué le pasa a Brasil? Y añade antes de esperar la respuesta: ¿Es que del paraíso ha bajado de repente al infierno?

Le respondí que si nunca fue fácil entender a Brasil, un país-continente rico de complejidad, con una sociedad amasada de diversidades y al mismo tiempo de una unidad de darnos envidia a los españoles, hoy resulta doblemente difícil analizar la crisis real o aparente que está atravesando.

¿Qué le pasa de verdad a Brasil?

Si se escucha a la gente de la calle de diferentes estratos sociales y culturales existe la sensación de una cierta irritación o incomodidad, de una especie de insatisfacción difusa sin que exista un motivo unificador de dicho malestar.

Se podría decir que cada brasileño se siente disgustado con alguien o con algo, sobre todo últimamente, con la violencia y la corrupción que se revela cada día más generalizada y truculenta junto con el descuido de los servicios públicos que ensombrecen y amargan la vida cotidiana.

Es una insatisfacción generalizada y al mismo tiempo paradójica, si es cierto, como indican los sondeos, que la gran mayoría manifiesta la convicción de que el futuro de este país será mejor que el presente y que los jóvenes vivirán mejor que sus padres.

Quizás podríamos comparar la crisis del descontento que aqueja a Brasil a lo que experimenta una mujer cuando por primera vez se queda encinta.

De repente, la joven alegre y feliz con la vida, orgullosa de sus belleza corporal, empieza a sentirse extraña. Su cuerpo experimenta profundas modificaciones; cambian sus sensaciones; tiene hasta antojos que nunca había sentido. Se advierte extraña y a veces molesta sin saber por qué, en la medida en que crece la vida en su vientre. Son los miedos que preceden a los dolores del parto.

Como les ocurre hoy a los brasileños, que se sienten insatisfechos y molestos cada uno por algo diferente, también las mujeres en espera de los dolores del parto advierten sensaciones diferentes de incomodidad sin saber del todo expresarlas.

Se trata, sin embargo, de unas molestias y de un malestar que no acaba en desesperación porque sabe que al final del túnel le espera la alegría de poder estrechar en sus brazos una nueva vida, capaz de compensarla de todos sus dolores e incomodidades anteriores.

Brasil está en efecto, con dolores de parto. A veces, en algunos, hasta con miedo de que lo que pueda nacer de todas las agitaciones, convulsiones y violencias en curso pueda ser un fruto de muerte y no de vida.

La mayoría, sin embargo, a pesar de todos la insatisfacción con la situación presente -que parece haber empeorado en muchos aspectos- sienten también que la sociedad, como un todo, está madurando, y que revela un mayor apremio por los valores de la libertad y de una democracia más real, menos manipulada y cooptada.

La sociedad brasileña ha crecido. Quebró el tabú del miedo a protestar y a exigir mejores condiciones de vida para todos y no solo para unos privilegiados como estaba acostumbrada.

Ha crecido y madurado porque está naciendo en su seno una mayor capacidad de exigir a los poderes públicos lo que le pertenece y que por mucho tiempo le había sido negado.

Es más adulta porque soporta menos la impunidad, la corrupción y los privilegios escandalosos de muchos que deberían servirle de ejemplo. Y ha adquirido conciencia de que, puesto que es hija de un país rico y próspero, tiene el derecho de poder participar de dicho festín sin conformarse, como antes, con las migajas que caían de la mesa de los satisfechos.

Brasil ya no tiene hambre, pero ha aprendido que no solo de pan vive el hombre. Sabe que es hijo de una democracia, aunque imperfecta, donde a nadie se le tapa la boca para que deje de hablar, pero quiere, de ahora en adelante, ser también sujeto activo en la vida política y social. Quiere ser mejor escuchado y desea ser él quien determine.

La sociedad brasileña, que viaja más, que estudia más, que ha salido de una cierta adolescencia para sentir en su carne los latidos de la edad adulta y los dolores y alegrías del parto, está como a la espera de que algo nuevo y quizás distinto a lo vivido hasta ahora pueda germinar. Y parece dispuesta a luchar por ello sin violencias físicas pero sí con la violencia moral del que sabe que está exigiendo al poder responsabilidades justas y debidas.

Brasil sabe lo que quiere, aunque no sea quizás capaz aún de expresarlo. Quiere, como la madre en espera del parto, que lo que nazca sea sano, motivo de orgullo y de alegría y que sea el fruto de sus propios esfuerzos y desvelos.

Como decía días atrás en este diario el agudo antropólogo Roberto DaMatta a mi colega Cecilia Ballesteros, los brasileños no quieren ser ya una sociedad que viva para servir al Estado, sino que lucha para que el Estado esté a su servicio, atento a sus legítimos anhelos de felicidad.

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