Libia sucumbe al caos de las milicias
El Ejército solo controla la capital, mientras se deteriora la seguridad en el este del país Los militares se entrenan en el exterior para evitar atentados
Husein aparece exhausto, con el gesto de derrota en la cara que le han dejado en Bengasi las últimas noticias. Esta vez no ha leído en Twitter el chorro de denuncias contra el último atentado en la ciudad ni ha recibido llamadas de amigos para mantenerle al tanto, sino para preguntar si estaba bien. El joven músico, ingeniero informático y, a la sazón, exmiliciano revolucionario libio acaba de llegar del funeral de su tío, jefe de la inteligencia militar asesinado en la capital de la región oriental de Cirenaica. En el camino al cementerio, un coche bomba ha explotado al paso del cortejo fúnebre y ha reventado parte del convoy policial. Una persona ha muerto. “Nos ha salvado el tráfico”, comenta, “como había atasco, los coches han entrado por otra calle cuando ha estallado la bomba”.
La segunda ciudad libia no se llevaba un susto así desde que el pasado junio murieron 38 personas durante una protesta ciudadana contra las brigadas armadas que rondaban la ciudad. El suceso provocó el despliegue de las Fuerzas Especiales libias, el cuerpo de élite del precario Ejército nacional, confinado ahora en su bastión del barrio de Birka conforme se extiende la plaga de ataques selectivos. Casi medio centenar de sus oficiales han sido asesinados en el último mes.
El temor a que una de las mayores potencias petrolíferas de África se convierta en un Estado fallido ha empujado a la OTAN a actuar
El Gobierno libio vive secuestrado por las milicias que siguen controlando gran parte del país dos años después de la guerra que terminó con cuatro décadas de dictadura de Muamar el Gadafi. Tres días de batalla culminaron en noviembre con la expulsión de Trípoli de las brigadas de Misrata, como respuesta a la matanza de más de 40 manifestantes. Desde entonces, el Ejecutivo solo se ha afianzado en la capital.
El temor a que una de las mayores potencias petrolíferas de África se convierta en un Estado fallido ha empujado a la OTAN a actuar. La Alianza ha dado luz verde a un programa de instrucción de las Fuerzas Armadas nacionales que le costará al Gobierno de Trípoli casi tres millones de euros y que permitirá a Turquía, Italia, Reino Unido y EE UU entrenar a 15.000 soldados fuera del territorio libio ante el riesgo de que sufran atentados.
“No van a por la gente”, confirma Husein, “apuntan a objetivos del Gobierno. Atacan de noche: oímos una explosión y nos enteramos al día siguiente”. Por eso el atentado que ni siquiera ha dejado descansar en paz a su tío ha provocado escalofríos en Bengasi. Decenas de personas, militares y civiles, estaban en el sepelio. “Hacemos nuestra vida [pese a la violencia]”, clama. “Si no saliésemos fuera, esa gente tomaría las calles”.
Esta gente, son los milicianos de Ansar as Sharía, un heterogéneo grupo islamista radical que se ha hecho fuerte en el este del país, y cuya presencia provoca manifestaciones diarias. El Congreso y el Ejecutivo liderado por el moderado Alí Zeidan, son los únicos que no se atreven a señalar sin dudas a quienes la población tacha de terroristas.
“El Gobierno es débil, no puede hacer nada por nosotros”, esgrime Abdelbaset, única identidad que da un veterano opositor al régimen en el exilio, vinculado al movimiento federalista que reivindica la autonomía para Cirenaica. “¿Por qué no detiene los asesinatos en Bengasi?”, denuncia. Su movimiento regional ha conseguido aglutinar a 16.000 hombres bajo la bandera de la Guardia de las Instalaciones Petrolíferas (GIP), frente a los 3.000 que el Ministerio de Defensa mantiene en la ciudad.
Las milicias han impuesto un bloqueo sobre los oleoductos, pozos petrolíferos y puertos en la parte más rica del país
Este ejército paralelo ha impuesto un bloqueo sobre los oleoductos, pozos petrolíferos y puertos en la parte más rica del país, donde se concentra en torno al 65% de la producción de crudo. Abdelbaset deja aflorar de nuevo una mueca de sarcasmo ante las dudas que suscita su GIP, que mantiene cerrado el suministro de petróleo y no participa en la lucha contra los radicales en la región: “Si resolviésemos el problema, estaríamos ayudando a este Gobierno, y no queremos ayudarle”.
“Las milicias son leales a sus ciudades, no al país, y eso es un gran problema”, se queja Taufic Erbik, parlamentario por la proocidental Alianza de Fuerzas Nacionales. “La revolución terminó, pero no hay Ejército, no hay policía real en Libia, y no podemos trabajar como un Parlamento de verdad”, apostilla.
En una pirueta insospechada, las instituciones se han convertido también en rehenes de sí mismas. El secuestro del primer ministro en octubre a manos de un grupo armado a sueldo del Ministerio de Interior ilustra la paradoja libia: para hacer frente al vacío de seguridad tras la caída del régimen, el Gobierno suscribió varios contratos con las mismas brigadas que ahora se aferran a sus feudos particulares.
En su despacho del aeropuerto internacional de Trípoli, Mohamed al Shadi, uno de los líderes de la milicia de Zintán, clave en la liberación de la capital durante la guerra, se esfuerza por mantener la versión oficial sobre quién controla el aeródromo: “Hay gente de Interior y de Defensa, la gente de Zintán es solo un 1%”. Es el mismo dato que reconoce el Gobierno mientras negocia con los distintos grupos el trasvase de milicianos a las filas del Ejército.
Según Al Shadi, alrededor de 600 de sus combatientes están dispuestos a integrase en las Fuerzas Armadas. De momento, sus hombres se ocupan de los controles de seguridad, supervisan las aduanas, hacen guardia en las 14 torres de control o, simplemente, pululan por la terminal. Fuera del edificio, reconoce, otros 1.200 se guarecen aún en las instalaciones de un antiguo complejo militar del régimen. “Algunos combatientes tienen sus propias armas, pero no recibimos dinero para comprar más”, asegura. “Estamos aquí para proteger el aeropuerto”.
El turbio asesinato del embajador de EE UU
La organización terrorista Al Qaeda no estuvo implicada directamente en el ataque del 11 de septiembre de 2012 contra el consulado de Estados Unidos en Bengasi que costó la vida al embajador en Libia, Chris Stevens, tras la irrupción de un grupo de hombres armados que prendieron fuego al recinto. Es lo que se desprende de una investigación del diario The New York Times basada en entrevistas con residentes de la zona y funcionarios estadounidenses relacionados con la investigación. Inicialmente, Washington dijo que el ataque se enmarcaba en las violentas protestas contra un vídeo antiislámico producido en EE UU. Investigaciones posteriores revelaron que fue un ataque organizado por milicias locales, pero algunos republicanos acusaron a Al Qaeda de atacar el recinto para conmemorar el 11º aniversario de los atentados del 11-S.
La investigación del periódico revela que la realidad fue "mucho más turbia". El asalto ni fue "meticulosamente planeado" ni "espontáneo", aunque sí fue "alimentado en buena parte" por la rabia desatada por el vídeo anti- islámico. El artículo de The New York Times sostiene que "no se han hallado pruebas de que Al Qaeda o algún otro grupo terrorista internacional tuvieran que ver en el ataque".
En los días posteriores, los republicanos acusaron repetidamente a la Administración del presidente Barack Obama de distraer la atención de la verdadera causa —a juicio de este partido, un ataque terrorista deliberado— al alegar que se debía a protestas originadas por el vídeo.
El periódico atribuye la responsabilidad del suceso a combatientes que se beneficiaron del apoyo de Occidente durante la revolución contra el dictador Muamar el Gadafi. La figura central fue, según esta investigación, “un líder miliciano excéntrico y contrariado, Ahmed Abu Khatala”. El aludido ha negado toda implicación en el ataque, aunque varios testigos le sitúan “merodeando tranquilamente entre el caos” durante el ataque al consulado. Khatala, cuyo paradero se desconoce, fue inculpado por EE UU en agosto.
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