El pueblo modelo del secretario Chang
Una aldea industrializada que busca turismo verde simboliza la transición económica de China
El señor Chang Desheng es sin duda lo que se considera un buen comunista. Desde los 23 años —y ahora tiene 71— es el secretario general del Partido Comunista Chino en su pueblo, en Jiangxiang. Un pueblo modelo. El hogar de 830 habitantes, a tres horas en coche de Shanghái, que unos 12.000 compatriotas visitan cada año para ver con sus propios ojos lo que pueden llegar a mejorar sus vidas gracias al esfuerzo y, por supuesto, a seguir fielmente las directrices del partido. “El pueblo es un ejemplo de que las políticas del general Mao y las reformas económicas y urbanísticas [de Deng Xiaoping] son correctas”, proclama el secretario Chang en el museo local.
Sí, Jiangxiang tiene museo. Y un teatro. Y un polideportivo. Poco se parece a un pueblo cualquiera de China. Más bien recuerda a una urbanización estadounidense. Un Wisteria lane —las chinas también son fieles seguidoras de la serie Mujeres Desesperadas— cualquiera de casas unifamiliares de dos pisos, con garaje (cada familia tiene un coche). El sueño capitalista por excelencia. Jiangxiang pretende ilustrar el camino recorrido por la parte más desarrollada del país (el salto a la industrialización) y la senda que las autoridades quieren explorar ahora (la economía de servicios para impulsar el consumo interno).
Cuesta creer que hace solo cuatro décadas esto era un pueblo de arrozales castigado por inundaciones constantes, una localidad “atrasada” —un adjetivo que se oye mucho en China para referirse al pasado—. En este país los pueblos ejemplares son tradición. Jiangxiang recibió primero expertos en mejorar la cosecha de arroz. Y años después, apostó por la industrialización. Tras la apertura económica de Deng en 1978, cuyo fin era garantizar comida, techo y abrigo a todos sus compatriotas, Chang —“siguiendo la senda del socialismo con características chinas”— creó la empresa Jiangsu Changsheng. Cuenta orgulloso al grupo de periodistas y académicos europeos invitado por el Departamento Internacional del PCCh y la fundación Madariaga que la compañía fabricó materiales para el estadio del Nido Olímpico de Pekín.
Las fábricas requieren trabajadores inmigrantes, a los que pagan salarios de 20.000 yuan anuales (2.400 euros) más comida y alojamiento. No, no pueden mudarse. El matrimonio es la única manera de unirse a esta comunidad vista incluso por pequineses como “el paraíso”. La empresa ha ido tan bien que este año cada vecino cobrará un dividendo.
Las ayudas públicas que reciben son inmensas y diversas. Aunque una casa cuesta 300.000 yuan (36.000 euros), cada familia solo desembolsa 120.000. La tierra no es en propiedad, sino en usufructo por 70 años. Tienen un presupuesto de diez millones de yuan para sufragar la sanidad —no es pública en China—, la educación y el terreno donde construirán un asilo. También aquí la población ha envejecido tanto (230 vecinos superan los 60 años) que cerraron la escuela; los críos tienen que ir a otra localidad aunque a pocos pasos de sus casas hay un jardín infantil con noria y todo.
Al día siguiente de la visita a la aldea modelo, la vecina Shanghái sufría la peor contaminación de su historia. Las autoridades recomendaban a la ciudadanía que evitara salir de casa. Las ciudades de diez millones de habitantes son tan cotidianas como la espesa niebla de polución que las cubre día sí día también. Es un problema gravísimo. Uno de los peajes que ha pagado China por su aceleradísimo crecimiento económico. Sugiere Zhang Yansheng, el principal autor de la planificación económica china, que quizá habría que haber renunciado a dos puntos de crecimiento (ha superado el 10% desde 2003) para aliviar las consecuencias negativas, las medioambientales y la desbocada desigualdad social.
Zhang, secretario general del comité académico de la comisión de desarrollo nacional y de reforma de China, recalca que uno de los objetivos de las reformas acordadas en la reunión económica más importante de la década —el denominado tercer pleno del comité central del PCCh, celebrado en noviembre— es reducir la brecha entre las regiones costeras y del Este, cuyo desarrollo económico se impulsó durante los últimos 35 años, y el resto del país. “Ahora hay que pensar en el desarrollo equilibrado hacia el oeste”, recalca Zhang.
La contaminación, la corrupción y los abusos de poder están entre principales motivos de descontento social, ahora canalizado por Internet a la velocidad del rayo pese al intento de los millones de censores por acallarlo. “Lo primero que hace el Gobierno para ver lo que la gente piensa es ir a Internet”, admite Fu Ying, presidenta de la comisión de exteriores de la Asamblea Popular Nacional. Los chinos han prosperado de manera espectacular en las últimas décadas —unos 600 millones han dejado de ser pobres—. Eso significa la mitad de su población; uno de cada diez habitantes del planeta.
A partir de 2000, los chinos se lanzaron a comprar casas, coches, teléfonos móviles... El iPhone —imposible saber si genuino o falso— es omnipresente en las ciudades. La clientela exige que sus compras por Internet lleguen a casa en el día. Pueden casarse con quien quieran, pero no decidir cuántos hijos tener; pueden viajar al extranjero, aunque no elegir dónde vivir en su país. La espera para comprar un coche en Pekín puede durar años —las matrículas están racionadas— pero es llevadero si eres hijo y nieto de quien solo tuvo una bicicleta. Es raro oír quejas sobre la falta de libertades políticas o los derechos humanos. La prosperidad, la propaganda y el control de los medios de comunicación parecen ser claves en que el desinterés por la política —corrupción, abuso de poder y tribunales injustos al margen— parezca mayoritario.
Jiangxiang se prepara para el próximo paso: el agroturismo y los productos ecológicos cultivados en sus campos. El pueblo modelo se publicita ahora como destino verde para los fines de semana. Acaban de construir unos coquetos bungalós de cinco estrellas que esperan a sus primeros huéspedes. El precio (1.680 yuan la noche, 200 euros) se antoja desorbitado. ¿Quién va a pagar eso? “Gente de Shanghái”, responde una representante de la agencia de desarrollo local. Inmediatamente exhibe ese pragmatismo y ese afán comercial tan chinos: “Son precios negociables, y tenemos descuentos”. La clientela que el secretario Chang y los suyos tienen en mente son los ricos estresados de Shanghái que sueñan con ver un cielo azul.
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