Padres con miedo e hijos sin miedo
Es imposible valorar la elección del domingo sin hablar del movimiento estudiantil que en 2011 remeció y cambió Chile
¿Es Chile un país de genealogías, de apellidos, donde seguimos juzgando a los hijos según la historia de sus padres? Pasó con mi generación, los que nacimos en la segunda mitad de los años setenta, los niños de la dictadura: crecimos creyendo que la Historia era algo que le había sucedido a nuestros padres. A veces preferimos, por comodidad, por indolencia, creer eso, refugiarnos en eso. Pero también nos lo hicieron creer. La frase que más nos dijeron cuando intentábamos opinar era “tú ni siquiera habías nacido en ese tiempo”. Juzgar a los padres fue, por lo mismo, engañosamente sencillo: los adoramos si habían sido héroes, los denostamos si no lo habían sido. Pero no había diálogo, no había un intento de comprensión verdadera, de habitar un lugar colectivamente. Eso es lo que ha restituido la generación siguiente, la de nuestros hermanos chicos, que daban sus primeros pasos mientras nosotros entrábamos a la adolescencia y Chile intentaba la democracia (la adolescencia era verdadera; la democracia no).
Es imposible valorar la elección del domingo sin hablar del movimiento estudiantil que en 2011 remeció y cambió Chile, yo creo que para siempre. Desde marzo del próximo año, cuatro exlíderes estudiantiles —Camila Vallejo, Giorgio Jackson, Gabriel Boric y Karol Cariola— estarán en la Cámara de Diputados, lo que ya es demostración suficiente de la trascendencia del movimiento que cambió la agenda y las prioridades de los chilenos. Hay quienes dicen que el poder más temprano que tarde los adormecerá, que ni siquiera han pasado por el mundo del trabajo (el “mundo real”, como les gusta decir a los padres), que deberían haberse quedado en los márgenes del sistema en vez de intentar modificarlo desde dentro. Yo pienso, al contrario, que estos hermanos chicos han sido lúcidos y valientes; que se han atrevido a desafiar no solo al enemigo obvio (la derecha chilena conservadora, desmemoriada e hipercapitalista), sino también sus propias convicciones de clase, sus certidumbres generacionales, los vicios de su sector.
En su primer Gobierno Michelle Bachelet era un símbolo, una víctima de la dictadura que llegaba al poder casi sin desearlo: una madre más compasiva que severa, acogedora, dialógica, horizontal. Para algunos chilenos sigue representando eso, pero el país al que regresa ha cambiado y ella lo sabe. Sabe que la mayoría estamos cansados de repartijas, de consensos falsos, de soluciones a medias, de simulacros. Su programa propone lo que todos queremos: educación gratuita y de calidad, reforma tributaria y una Constitución que no sea más la eterna enmienda de la letra pinochetista; una Constitución concebida en democracia. Pero, aunque el resultado de la segunda vuelta no supone un misterio (solo cabe conjeturar qué tan humillante será la derrota de la derecha) persistirá la desconfianza, en Michelle Bachelet y en el grupo que ella representa.
El futuro de Chile depende de Bachelet, pero también de esos hijos que ya no están dispuestos a que les muestren el mundo. El futuro de Chile depende de que esas generaciones sigan dialogando: la de los padres con miedo y la de los hijos sin miedo.
Alejandro Zambra es autor de La vida privada de los árboles y Formas de volver a casa (Anagrama).
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