La riqueza de la Iglesia católica alemana
Los casos de pedofilia agotaron la tolerancia de los fieles. Hoy exaspera la codicia de algunos obispos
Boccaccio atribuía a la Iglesia romana lujuria y codicia, dos vicios de los que sigue adoleciendo, aunque probablemente haya que imputárselos a los humanos en general. Entre otras, lo confirma la Iglesia alemana, a la que habrá que lanzar una mirada para hacerse cargo de los muchos obstáculos que el papa Francisco tendrá que vencer para llegar a "la Iglesia de los pobres".
La sexualidad, sobre todo la que se considera lujuriosa, ha sido un problema permanente de la Iglesia; pero, con los cambios revolucionarios habidos en el comportamiento sexual, ha llegado a su punto álgido. La mayor parte de los creyentes discrepan de la jerarquía en la prohibición de los anticonceptivos, el repudio de la homosexualidad, o negar la eucaristía a los divorciados que se hayan vuelto a casar. Según la asociación alemana de curas católicos y de sus compañeras (VKPF), el 50% no cumplen con el celibato, algo que los obispos suelen tolerar mientras no se produzca escándalo.
Ante los casos de pedofilia, consternados por una jerarquía que se había ocupado tan solo de encubrirlos, se agotó la tolerancia de los fieles. El afán de mantener una imagen positiva de la Iglesia —importa más el parecer que el ser— ocultando por todos los medios la realidad, puso en un primer plano la hipocresía como uno de sus rasgos principales.
En estas últimas semanas la codicia, que permanecía en una discreta penumbra, ha llegado a desplazar a la lujuria, alcanzando el primer plano de la actualidad. La institución Iglesia no practica la castidad que predica, pero en relación con sus inmensas riquezas tampoco se muestra tan caritativa como presume.
A estas alturas, el lector ya está perfectamente informado del escándalo que ha protagonizado Franz Peter Tebartz-van Elst, obispo de Limburgo, al gastar 31 millones de euros en construirse una vivienda y unas oficinas de superlujo. Sin conocimiento de los órganos pertinentes, triplicó el gasto presupuestado, fraccionándolo en pequeñas partidas —inversiones de más de cinco millones de euros necesitan de la autorización del Vaticano—, pero ¿quién duda de la honorabilidad de un obispo, o está dispuesto a cuestionar su autoridad?
En una querella contra un periodista de Der Spiegel, que había denunciado que para tres días de estancia, en compañía del vicario general de la diócesis, habían viajado en primera clase a la India, dilapidando una buena suma de dinero, el obispo de Limburgo, tras prestar juramento ante un tribunal, reconoció que lo habían hecho en business por el afán de llegar descansados a la comunidad que los esperaba. Algo que, como fácilmente pudo comprobarse, no era cierto, sin que tampoco quedara claro todo lo que tenían que hacer en la India.
La anécdota muestra muy bien la desconcertante relación que con la realidad tiene un obispo, imbuido de su autoridad como príncipe de la Iglesia. Pero, en esta ocasión, no se trata de criticar la política vaticana que hace obispo a personas con una mentalidad propia del antiguo régimen, ni subrayar los fallos de un sistema basado en la ocultación, la hipocresía y el principio de autoridad indiscutible —sin estos elementos no se entiende lo ocurrido— sino de comentar las consecuencias que para la credibilidad de la Iglesia ha tenido el que llegase al gran público noticia de la enorme riqueza que la Iglesia mantiene oculta y que acrecienta con contribuciones cuantiosas que salen del bolsillo de todos los alemanes, católicos o no.
No se trata tan solo de los 5.100 millones de euros que en 2008 Hacienda recaudó de los católicos, cantidad que va en descenso, tanto por el menor número de católicos —son más los que mueren que los que bautizan— como porque aumentan los que con cada nuevo escándalo se borran.
La Iglesia recibe cada año unos 460 millones, como compensación por la expropiación de sus bienes en 1803, un pago que parece que no tiene fecha de caducidad. Además de otras muchas subvenciones y exenciones fiscales, la Iglesia mantiene su titularidad en instituciones sociales, como Cáritas, guarderías infantiles, hospitales, pero aporta cada vez menos a los gastos: de un 20% por término medio hace cinco lustros, la tendencia actual es a que el Estado desembolse el 100%. A todo ello se añaden los bienes inmuebles y las inversiones en bolsa y en empresas, que cada obispado controla por su cuenta, sin informar más que a Roma.
Gracias al obispo de Limburgo, la presión social para que la Iglesia haga público su inmenso patrimonio parece imparable.
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