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Tribuna
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Un Viaje Imaginario con JP Morgan

La gran banca comercial actúa como el mercader inescrupuloso que aumenta su riqueza merced a créditos, fondos de pensiones y otros inversores institucionales

El aficionado al cine podrá recordar la película La Misión. Estrenada en 1986, la cinta presenta a Robert De Niro en el papel de mercenario al servicio de colonos y comerciantes españoles y portugueses en el Paraguay de mediados del siglo dieciocho. El marco es el choque entre el mercader peninsular que busca a cualquier costo expandir su riqueza, y la congregación de jesuitas que ha establecido misiones donde catequizan al indio guaraní y salvaguardan la integridad de su sistema económico y social. El negocio de De Niro es cazar a los indios y venderlos a los portugueses que los emplean como esclavos. Sin la confiscación y expulsión de sus tierras es problemático vivir en opulencia. La Iglesia debe decidir el destino de las misiones y de sus habitantes, si los protege inclinándose ante los preceptos de su propia Fe, o si los abandona apegándose a los intereses del comercio. El personaje que De Niro encarna transita hacia una profunda transformación de su conciencia pero al final sucumbe heroicamente ante los pecados de su misma iglesia. La tradición de Pilatos tiene mucho peso en la religión católica.

El tiempo pasa pero la codicia de unos y la desdicha de los muchos más no cambia. Desde hace tres décadas se nos presenta otra película que aborda el mismo drama con un reparto distinto: en el papel estelar la gran banca comercial como el mercader inescrupuloso que aumenta su riqueza exponencialmente merced a una doble cacería – primero la de cientos de miles de familias de bajos e irregulares ingresos que ceden al cebo del crédito para la casa propia bajo términos leoninos, y luego la de municipalidades, fondos de pensiones, fondos de patrimonios universitarios y otros tantos inversores institucionales que fueron blanco para la venta de los créditos empaquetados en títulos básicamente útiles para decorar paredes. Una juerga colosal con tufo del hurto amañado que la Reserva Federal, la iglesia de nuestros tiempos, santificó durante varios años y que terminó, como tenía que suceder, en la desolación y miseria de un mundo.

Durante los cinco años transcurridos desde que se acabara el champán los responsables de este infortunio, los banqueros comerciales, no expiaron culpa alguna. Sin embargo, según lo informado muy recientemente por los medios, tenemos indicios de penitencia: producto de un acuerdo preliminar entre el Departamento de Justicia de los Estados Unidos y JP Morgan Chase, el banco más grande del país, este último tendrá que pagar la suma de 13.000 millones de dólares por fraude en la generación y venta de los créditos hipotecarios. Mire estimado lector, no importa que la firmeza del Departamento de Justicia se haya manifestado tardíamente (¿será porque ya no hay que preocuparse de la reelección? Deponga su comprensible desconfianza y salude la noticia por lo buena que es: 13.000 millones de dólares es una cantidad bárbara de dinero, constituye nada menos que casi la mitad de los ingresos del banco en 2012 que no se podrá distribuir entre sus dueños. Calibremos el golpe que reciben en términos que a ellos les son comprensibles: Usted, señor banquero, con la tajada que lo priva de 13.000 millones, tiene menos cambio para comprar un auto que vale un millón de dólares, un yate por 50 millones, un avión privado por 80 millones, una mansión por 10 millones, un reloj por 5 millones, una isla privada por 25 millones. Va a tener menos plata para hacerse construir canchas de golf y, si le gusta el arte, para inmortalizar su nombre con la construcción de un museo en pleno centro de Manhattan que posiblemente no tenga precio.

Bueno, en la vida nunca es bueno solazarse con la desgracia ajena pero tenemos que comprender a las voces que exigen cárcel. No le falta razón al que cree que la mejor medida para detener el abuso futuro no es el pago de 13.000 millones de dólares sino la aplicación de penas severas a los ejecutivos responsables. Exíjalo entonces, pero le advierto que se embarca en una cruzada que probablemente nunca llegue a Jerusalén. Mire, el caso más exitoso que registra la historia de los Estados Unidos en cuanto a la investigación, interrogación, denuncia y acusación de la mala conducta de los banqueros, aquel desarrollado por la Comisión Pecora en la década de 1930, solamente pudo enjuiciar penalmente a un puñado de ellos. Y la razón es exactamente la misma de hoy: el frenesí especulativo que en aquella y en esta época condujo al descalabro económico en el mundo fue, en lo fundamental, sancionado por la legalidad. No obstante, nunca olvide estimado lector que siendo legal de ningún modo significa que lo que hizo la banca (y lo que sigue haciendo) es ético. Lejos de eso, su comportamiento antes y después de la crisis no delata la menor consideración por la condición humana de las víctimas que ha dejado en su camino. Los despojados de sus casas y los que perdieron ingresos, empleos y ahorros están hermanados con los indios guaraníes expulsados de sus tierras en el Paraguay hace 250 años.

Por lo tanto, es de esperar que las disputas en curso culminen sólo en más castigos pecuniarios. Los abogados de uno y otro bando van a transar, quién sabe, en montos que pueden alcanzar otros 13.000 millones, o 26.000 millones, o 39.000 millones, por favor imagine Ud. el monto que desee, como reparación por fechorías actualmente investigadas – presuntos sobornos a funcionarios del gobierno chino, participación en la manipulación de la tasa LIBOR, y no reportar a las autoridades de regulación indicios del expolio perpetrado por el legendario Bernard Madoff. Pero no se ilusione, no piense que estos acuerdos van a tratar la enfermedad grave que aqueja a los Estados Unidos: la corrupción legalizada. Dicho de modo sencillo, en el país desde hace varios años se ha impuesto un régimen nefasto, uno que ha hecho posible la captura de la política financiera por unos cinco bancos comerciales que dominan el mercado. He aquí la madre del problema que todavía, no obstante las investigaciones del Departamento de Justicia, no se enfrenta con decisión. Si hay un consuelo es que, a partir de la fuerte multa que ha recaído sobre JP Morgan Chase, este banco va a disponer de sustancialmente menores recursos para la compra de influencia política que tanto daño ha hecho a la fábrica social y económica del país.

Tarde o temprano la sociedad norteamericana tendrá que enfrentar su problema de corrupción legalizada. Cuando lo haga descubrirá los principios básicos de ética que hoy parecen olvidados pero que serán fundamentales para apuntalar las medidas legales, políticas y económicas necesarias para remediarlo. Vea, aquí no hay secretos, tales medidas ya existen, solamente se requiere de voluntad política para hacerlas ley. No se las recito porque lo voy a frustrar más. Prefiero más bien pedirle que se abra a una posibilidad distinta: la oportunidad que ahora se le presenta al mandamás de JP Morgan Chase de pasar a la historia no como estafador supremo sino como una figura que en esta etapa de su vida descubrió lo que es hacer el bien. ¿Me acompaña el amable lector en un viaje de la imaginación?

Alcemos vuelo entonces y reconozcámosle primero el inmenso poder que detenta. Lo comprueba en las fotos donde lo ve visitando el congreso norteamericano con un talante de amo y señor del universo que empequeñece a ese mercader que violentó la existencia del indígena paraguayo, irradiando esa inmodestia común al que se sabe venerado y temido. Pero consideremos enseguida que como todo ser humano tiene capacidad para la toma de conciencia. Y si por ventura pronto lo sorprende el asomo de su propio recato, entonces ahí mismo, en esas salas que conoce muy bien, puede empezar una labor cuyo impacto será extraordinario no solamente para su país sino para el mundo entero: hacer lobby en reverso. En efecto, por estar relacionado personalmente con los legisladores, conocer al dedillo las triquiñuelas de la desregulación financiera, saber la estrategia de cabildeo de sus pares, y también por poseer una inmensa fortuna personal, nadie mejor que nuestro personaje imaginario para argumentar y convencer que la sanidad económica del país exige que se destierre para siempre la liberalización financiera que hizo posible su enriquecimiento obsceno. Hay más: si su viaje hacia el interior de su persona es más profundo, tendrá una perspectiva distinta de los 13.000 millones de multa que debe pagar; la cifra constituye el 10% del producto bruto de Alabama, uno de los estados más golpeados por la crisis o, si quiere atisbar lo que sucede fuera de los Estados Unidos, casi lo mismo que la producción de países donde hay muchos pobres como Sudán y Mozambique y el doble de lo que produce Haití.

A estas alturas nuestro banquero ya emprendió viaje a Damasco. Lo domina la ansiedad, necesita salir de compras, y si escucha bien a su voz interior sabrá qué hacer con su vasta fortuna personal: reponer, por ejemplo, el daño económico a las familias que fueron desalojadas de sus casas, financiar en clínicas y hospitales servicios de apoyo, abierto para todos los que fueron impactados psicológicamente por la crisis. Si el sentimiento de contrición es muy fuerte puede incluso hacer construir iglesias y, si es práctico, comprar un medio periodístico cuyo lema fundamental sea la difusión del séptimo mandamiento. También lo podemos concebir preocupado por las generaciones venideras, patrocinando por ejemplo la creación de escuelas para la enseñanza obligatoria de cursos de humanidades, ética y responsabilidad social empresarial. ¿Se imagina el significado e impacto de una “Escuela JP Morgan para la Enseñanza de las Finanzas Éticas”, afincada en Harvard o en otra universidad de prestigio? Si gusta, en vez de JP Morgan, le puede dar su propio nombre y apellido. Claro, el señor podrá entrar en cura de humildad pero vamos, no es fácil imaginarlo dominando su enorme ego.

¿Ya encontró la paz? No, todavía no está satisfecho. Se acuerda de la magia del cine, alguien le dice que Robert De Niro no se ha jubilado. Lo contacta y lo ficha para que lo inmortalice. Para ser buena, al igual que La Misión, la película debe ser fiel a lo justo, no puede obviar la venalidad que lo distinguió durante tantos años. Exponer este aspecto de su vida será su calvario, pero una trama que resalte su experiencia transformativa, su redención. No es necesario que en la película se martirice como lo hace el personaje de De Niro en La Misión, ni siquiera tampoco que pida perdón. Es suficiente que exprese verazmente que es ahora una mejor persona.

Jorge L. Daly es escritor y economista político. En la actualidad ejerce cátedra en la Universidad Centrum-Católica de Lima.

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