El Papa lanza la cruzada por la igualdad
El primer viaje de Francisco a Latinoamérica busca la imagen de una Iglesia que vuelve a sus orígenes austeros Los fallos de seguridad crean tensión a su llegada a Río
La llegada del papa Francisco a Río de Janeiro ha estado marcada por la confusión y los problemas de seguridad. Bergoglio no solo había rechazado el papamóvil blindado, sino que además eligió uno de los coches más pequeños del mercado —un Fiat Idea— y una escolta reducida al mínimo para hacer su trayecto hacia el palacio de Gobierno. Eso, unido a que el chófer se equivocó de camino y se metió de bruces en un atasco, provocó momentos de alarma, con una multitud rodeando el utilitario. Los agentes de la gendarmería vaticana —a pie junto al coche del Papa— tuvieron verdaderos problemas para mantener el orden. Al final, la comitiva papal logró llegar al palacio de Guanabara, sede del Gobierno del Estado de Río de Janeiro, en helicóptero y con 50 minutos de retraso.
Ya en la sede del Gobierno, y ante la presidenta Dilma Rousseff y las autoridades locales, Jorge Mario Bergoglio reivindicó más atención hacia los graves problemas que sufre la juventud: “Ustedes suelen decir: los hijos son la pupila de nuestros ojos. ¡Qué hermosa es esta expresión de la sabiduría brasileña, que compara a los jóvenes con la abertura por la que entra la luz en nosotros, regalándonos el milagro de la vista! Por eso, mi esperanza es que, en esta semana, cada uno de nosotros se deje interpelar por una pregunta provocadora: ¿qué sería de nosotros si no cuidáramos nuestros ojos? ¿Cómo podríamos avanzar?”.
Esa pregunta, formulada en la sede del poder, significaba el primer puente entre el papa argentino, de 76 años, y los cientos de miles de jóvenes que durante las últimas semanas han salido a las calles de Brasil preguntándose lo mismo de mil formas diferentes. Dijo también Francisco —en la línea de lo adelantado durante el vuelo— que, además de a los muchachos reunidos en las Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ), su intención era dirigirse a la sociedad entera que sufre con ellos la crisis y la incertidumbre: “Hablo también a sus familias, a sus comunidades eclesiales y nacionales de origen, a las sociedades en las que viven, a los hombres y mujeres de los que depende en gran medida el futuro de estas nuevas generaciones”.
Algunos equiparan la importancia de su viaje al de Wojtyla a Polonia en 1979
Pero la carga de profundidad vino después: “La juventud es el ventanal por el que entra el futuro en el mundo y, por tanto, nos impone grandes retos. Nuestra generación se mostrará a la altura de la promesa que hay en cada joven cuando sepa ofrecerle espacio; tutelar las condiciones materiales y espirituales para su pleno desarrollo; darle una base sólida sobre la que pueda construir su vida; garantizarle seguridad y educación para que llegue a ser lo que puede ser; transmitirle valores duraderos por los que valga la pena vivir; asegurarle un horizonte trascendente para su sed de auténtica felicidad y su creatividad en el bien; dejarle en herencia un mundo que corresponda a la medida de la vida humana; despertar en él las mejores potencialidades para ser protagonista de su propio porvenir y corresponsable del destino de todos”.
La visita del papa Francisco en Brasil se considera más que un viaje religioso. Y más que un viaje simplemente histórico. Se ha llegado a decir que puede incluso cambiar la historia. La importancia de la visita radica no solo en que es el primer papa latinoamericano que visita el continente desde donde lo llamaron para dirigir a la Iglesia de Roma. Ni tampoco en que se trata de una visita al país con mayor número de católicos del mundo, con sus 130 millones de creyentes. O porque llega a un continente de mayoría aún católica, pero cuyos fieles están perdiendo terreno día a día a favor de los evangélicos o de los agnósticos. Ni siquiera es histórico solo porque el Papa, considerado portador de un evangelio social, llega a un continente en el que millones de personas han salido de la pobreza en las últimas décadas, pero sigue siendo aún uno de los lugares del planeta con mayores desigualdades sociales, donde aún una minoría acapara el 90% de la riqueza.
La importancia del viaje a Brasil es que desde el gigante sudamericano, potencia emergente, Francisco pretende pergeñar una nueva visión no solo de una Iglesia que vuelve a sus orígenes de pobreza, sino de una sociedad que está viviendo bajo las garras de un modelo económico que ensancha la exclusión. No en vano, el viaje a Río está siendo parangonado con la histórica visita en 1979 de Karol Wojtyla, el primer papa polaco de la historia, a la Varsovia comunista. En aquel momento se dijo que Juan Pablo II había sido escogido pontífice para luchar contra un comunismo que impedía las libertades y boicoteaba los derechos fundamentales imponiendo una dictadura atea de izquierdas. En aquel primer viaje a Polonia, Wojtyla gritó contra el comunismo que pretendía “excluir a Cristo de la historia”. Y más tarde sería Mijaíl Gorbachov quien agradecería al papa polaco “su ayuda para hacer caer el muro de Berlín”.
El Pontífice tiene la ambición de influir en un cambio social en el mundo
Francisco llega a un continente, el suyo, para gritar no contra los que pretenden excluir a Cristo de la historia. Aquí no hay dictaduras que encarcelan a los cristianos, ni comunismos estalinistas que impiden las libertades fundamentales de los ciudadanos. Lo que existe son las políticas neoliberales o populistas teñidas de socialismo que siguen creando pobres. Lo que puede hacer que este viaje cambie la historia, como lo hizo Wojtyla en Polonia, es que ayude a convertir esta realidad en políticas de inclusión y de igualdad de oportunidades.
Quien lo conoce de cerca afirma que el papa argentino es sencillo en su vida y humilde religiosamente, pero sutil y con ambiciones de cambiar no solo a la Iglesia sino de influir en un cambio de sociedad a escala mundial.
Lo mismo que suele decirse que el hombre religioso no puede dejar de ser un animal político, pero sin entrar en la política de partidos e ideologías, Francisco piensa que el católico —el cristiano en general—, así como el judío o el musulmán o el budista, sin dejar su fe, debe bajar al infierno de las desigualdades y colocarse al lado de los que la sociedad de la opulencia y del consumo deja abandonados a su suerte. Es significativo que él insiste en que cuando encuentra a una persona no le pregunta cuál es su credo, sino “si hace o no algo por los demás”, si se preocupa por el prójimo.
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