El Ejército no es la solución
La intransigencia de la oposición, que no reconoce la legitimidad democrática de los islamistas, se ha convertido en una bomba en manos del Ejército
Solo un año de presidencia no ha transformado a Morsi en un Mubarak. Sus errores no justifican la equiparación con el tirano. Los gritos de “¡Morsi, lárgate!”, calcados de los célebres “¡Lárgate!” de las revueltas árabes, han sido desproporcionados. Morsi ha sido el primer presidente plenamente democrático que ha tenido Egipto. También el primer presidente civil. Esto para Egipto ya era un triunfo. Como lo fue la unión con que se derrocó a Mubarak. Islamistas y laicos, conservadores y progresistas, hombres y mujeres, compartieron enemigo. También compartieron, y es lo más importante, una forma pacífica de entender el levantamiento popular.
Ahora todo eso está a punto de irse al traste. La intransigencia de la oposición, que no ha reconocido la legitimidad democrática de los islamistas y no ha estado dispuesta a respetar los tiempos políticos, se ha convertido en una bomba en manos del Ejército. Las Fuerzas Armadas, siguiendo con su papel tradicional de verdadero poder del país, no han dejado pasar la oportunidad de hacerse valer. Su autoestima se resintió con la caída de Mubarak. Ni siquiera la docilidad de los Hermanos Musulmanes, que en todo momento han respetado sus privilegios, les ha resarcido.
No hacía falta que los tanques salieran a la calle. Los cinco helicópteros militares que anteayer sobrevolaron Tahrir y el centro de El Cairo desplegando banderas egipcias fueron ya una humillación a la democracia. Sin embargo, los manifestantes los recibieron con alborozo. Fue una muestra más del mito que otorga al Ejército el papel de salvador de la patria. Pero Egipto no avanzará hasta que no ponga al Ejército en su sitio. Parece que nadie en el país lo haya asumido: ni Morsi, que no le ha creado la más mínima molestia; ni la oposición, que ha implorado su socorro; ni la masa revolucionaria, que ha confundido votos, uniformes y eslóganes. La democracia es imposible con el Ejército de protagonista. Uno de los comportamientos más lamentables ha sido el de Mohamed El Baradei, el presunto triunfador de este caos, que tan pronto ha reclamado más democracia como más Ejército, y que desde el primer momento, con astucia y discreción, ha boicoteado los resultados electorales.
Aunque el Ejército tiene una parte importante en el desastre egipcio, no es el único responsable. La otra gran institución del viejo régimen, la judicatura, también ha permanecido intacta. En este caso Morsi sí ha intentado una reforma necesaria, y lo ha pagado caro: Egipto se ha quedado sin Parlamento, sin ley electoral y sin presidente salido de las urnas.
Han sido dos los grandes errores de Morsi: pasividad con el viejo régimen, que es lo que en el fondo la revolución le ha reprochado, y sus arrebatos autoritarios, fruto de la impotencia y de una tendencia generalizada en el país a los gestos. Los propios manifestantes no han sido ajenos a este mal. Han pedido al Ejército lo que el Ejército no podía hacer sin un golpe de Estado: echar a Morsi. La contrarrevolución se consuma y la oposición y los manifestantes tienen su parte de responsabilidad.
En la situación actual, ¿qué cabe esperar? La oposición habla de una segunda revolución. ¿Es eso un Gobierno de salvación nacional supervisado por los militares? A la larga no servirá de nada: cualquier ejercicio de la democracia repondrá en el poder a los islamistas. Es más, lo que pierdan los hermanos lo ganarán los salafistas. O se secuestra definitivamente la democracia, y eso previo derramamiento masivo de sangre, o habrá que dejar que los islamistas gobiernen. Son las urnas las que ponen y quitan presidentes y gobiernos. Olvidarlo siempre sale caro.
Luz Gómez es profesora de Estudios Árabes e Islámicos en la Universidad Autónoma de Madrid.
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