Las protestas masivas dejan a Brasil perplejo
El gran pacto sobre servicios públicos ofrecido por Dilma Rousseff plantea un desafío sin precedentes para el Estado y los líderes de los principales movimientos sociales
Es muy difícil entender lo que sucede ahora mismo en Brasil. Algunos de los sociólogos más reputados, como Ângela Randolpho Paiva, confiesan que están “aturdidos”. Uno de los analistas más prestigiosos y honestos, como Clóvis Rossi, reconoce ese mismo desconcierto. El columnista Helio de la Peña comenta que nunca tantos hablaron sin saber lo que estaban diciendo. El poeta Ferreira Gullar afirma en O Estado de S. Paulo que en sus 82 años de vida nunca vio unas protestas de tal proporción y durante tanto tiempo. Y hasta el mismo jefe de Gabinete, Gilberto Carvalho, declaró el martes que el Gobierno no consigue entender las manifestaciones, que son complejas y múltiples y que se necesita humildad para interpretarlas.
Humildad, precisamente, es lo que ha venido ejercitando la presidenta Dilma Rousseff desde que estalló la crisis hace dos semanas. Roussef tardó 12 días en pronunciarse desde la primera del 6 de junio en São Paulo. Pero entonces apenas se trataba de una protesta de dos mil personas contra el aumento en el transporte. Después se fueron extendiendo por el país, con la colaboración inestimable de la policía del Estado de São Paulo, cuya brutalidad en la represión indignó a la sociedad. Las demandas no solo afectaban a las alcaldías sino a las gobernaciones de distinto signo político y, por supuesto, también al Gobierno. El Movimiento por el Pase Libre, el grupo convocante de las protestas, sacó el lunes 17 de junio a 250.000 personas a la calle. Y al día siguiente, Dilma Rousseff declaró en un discurso que había escuchado las voces de la calle.
Ésa fue la primera muestra de humildad, un gesto infrecuente entre los gobernantes de Gobiernos democráticos que han afrontado en los últimos años manifestaciones y hasta huelgas generales sin cambiar por eso el rumbo de su política. En Argentina, por poner solo un ejemplo cercano, tras los cacerolazos de septiembre del año pasado contra la política del Gobierno, varios miembros del Gobierno dijeron que se trataban solo de quejas interesadas por parte de la clase media. El jefe de Gabinete, Juan Manuel Abal Medina, dijo que a los manifestantes –cientos de miles—solo les importaba lo que pasa en Miami y que no pisaban el pasto (césped) por no ensuciarse.
En Brasil, la inmensa mayoría de los manifestantes también pertenecen a la clase media. Miles de ellos no son siquiera usuarios frecuentes del transporte público, cuya subida en el precio de billete desencadenó toda la crisis. Rousseff no los ha criticado en ningún momento, salvo a los violentos. Y el mismo día en que dijo haber escuchado el mensaje marchó a São Paulo para presionar al alcalde de la ciudad, Fernando Haddad, también del partido de los trabajadores. Al día siguiente, Haddad revocó el aumento. Lo hizo a pesar de que seis horas antes declaró que derogar la subida sería una medida populista.
Pero eso no bastó para aplacar las manifestaciones. Al día siguiente se produjo la mayor protesta que ha vivido el país en 28 años, con más de un millón de personas en las calles. Por primera vez en varias décadas, el Partido de los Trabajadores perdía el control de lo que sucedía.
La inmensa mayoría de la gente actuó con un enorme sentido del civismo y la responsabilidad. Sin embargo, hubo graves altercados aislados. En Brasilia, la capital del país, se registraba la mayor manifestación de su historia, con 30.000 personas en la calle. La policía tuvo que reforzar la protección del palacio presidencial de Planalto para que la multitud no avanzara sobre él. También tuvo que impedir el incendio del Palacio de Itamaraty, joya arquitectónica diseñada por Oscar Niemeyer y sede del ministerio de Exteriores.
A la mañana siguiente, Rousseff convocó una reunión urgente con varios ministros, llamó a varios representante de los poderes del Estado y grabó un vídeo con un discurso de 11 minutos que se emitió el viernes por cadena nacional, es decir, por todas las emisoras de radio y televisión del país. Rousseff volvió a tender la mano hacia los manifestantes. Pero hizo una gran distinción entre los pacíficos y los grupos minoritarios violentos. “Estamos siguiendo con mucha atención –nótese la importancia de esta palabra-- con mucha atención las manifestaciones que suceden en el país. Ellas muestran la fuerza de nuestra democracia y el deseo de la juventud de hacer avanzar a Brasil”, comenzó diciendo.
Hubo guiños para muchas partes de la sociedad. Incluso, un mensaje muy sutil para aquellos brasileños que permanecen en sus casas preguntándose a ver en qué va a desembocar todo esto, a ver si tanto desorden no derivará en el regreso de la dictadura militar: “Si dejamos que la violencia nos haga perder el rumbo estaremos no solo desperdiciando una gran oportunidad histórica, sino corriendo el riesgo de perder muchas cosas. (…) Brasil luchó mucho para convertirse en un país democrático. Y también está luchando mucho para convertirse en un país más justo. No fue fácil llegar adonde llegamos, como tampoco es fácil llegar adonde desean muchos de los que salieron a las calles”.
Habló con firmeza, pero con un tono optimista que intentaba infundir esperanzas. Anunció un gran pacto por los servicios público que involucrará a los gobernadores y alcaldes de las principales ciudades. También dijo que estaba dispuesta a dialogar con los líderes de los movimientos pacíficos, con los representantes de las organizaciones de jóvenes, de las entidades sindicales y de las asociaciones populares.
El objetivo de ese pacto será diseñar un plan de movilidad que privilegie el transporte colectivo. La presidenta dijo también que se destinará el 100% de los recursos del petróleo a la educación y aseguró que traería de inmediato a miles de médicos desde el extranjero. Esas dos últimas promesas ya las venía planteando desde hacía meses. Por eso, algunos analistas como Igior Gielow, de Folha de S. Paulo, escribieron al día siguiente que se trata de “música vieja para nuevos oyentes”. Los más críticos con la presidenta, tanto desde la izquierda como desde la derecha, indicaron que Rousseff ofreció un discurso banal, sin soluciones claras, solo con el objetivo de aplacar las protestas y contentar al mayor número de gente.
Puede que ni la presidenta ni los alcaldes y gobernadores del Gobierno y la oposición consigan concretar ese gran pacto que impulsa Dilma Rousseff. Tal vez los principales líderes sociales tampoco consigan concretar sus demandas, a veces contradictorias entre unos grupos y otros. Pero lo único cierto hasta el momento, en medio de una situación desbordante donde analistas y políticos confiesan su perplejidad, es que Dilma Rousseff ha extendido la mano por dos veces hacia los manifestantes.
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