¿Por qué en secreto?
Dianne Fienstein, presidenta del comité de Inteligencia, ha pedido que los programas se hagan públicos para que puedan ser discutidos abiertamente
Una de las principales defensoras de los dos programas de espionaje que se han conocido gracias a la audacia de Edward Snowden, la senadora demócrata, Dianne Feinstein, presidenta del comité de Inteligencia, ha pedido a la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) que haga públicos ambos para que puedan ser discutidos abiertamente.
Su argumento, y el de otros muchos en este país, es que el Gobierno no tiene por qué avergonzarse de esos programas, que han sido muy útiles para evitar actos terroristas, causando un perjuicio mínimo a los norteamericanos.
No es, desde luego, el punto de vista de la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU), que, como grupo dedicado a la protección de las libertades individuales de los ciudadanos, ha presentado una demanda contra el Gobierno por lo que considera una violación de la Constitución. Pero desde los ojos de la mayoría de los ciudadanos que, según la encuesta Pew-The Washington Post, respaldan esos programas, el asunto tiene un color distinto.
¿Qué tipo de espionaje ha salido a la luz? Por un lado, el del registro de las llamadas telefónicas efectuadas en Estados Unidos y su duración, no la escucha de esas llamadas, ni el nombre del propietario de la cuenta. El otro programa desvelado, conocido como Prisma, es el del espionaje del tráfico en Internet producido entre extranjeros y fuera del territorio de Estados Unidos. Es decir, teóricamente, ningún ciudadano norteamericano se ve afectado.
Sobre el papel, no parecen dos programas indefendibles. Cualquier compañía de teléfonos registra los números de sus clientes y la duración de las llamadas, información necesaria para la facturación. ¿Cuántos datos sobre nuestros hábitos y nuestros movimientos poseen las empresas de Internet, una realidad que aceptamos dócilmente? ¿Por qué negarle automáticamente al Gobierno el uso de esos datos? Además, puesto que espionaje ha existido siempre, ¿por qué renunciar al rastreo del medio que se ha demostrado como el de uso más frecuente entre terroristas? ¿No siguen los servicios secretos de otros países del mundo las pistas en Internet de sus potenciales enemigos? ¿Es una gran sorpresa o un motivo de enojo que EE UU posea medios para detectar potenciales peligros en Internet?
Lo más escandaloso de este caso es el hecho de que esos programas sean secretos, lo que demuestra que el Gobierno se atribuye una autoridad que no necesariamente le corresponde, y con muy pocos controles para evitar que el uso razonable de ciertos instrumentos de vigilancia pueda convertirse en abuso.
Es cierto que el Congreso había sido informado y que un tribunal firmaba las correspondientes autorizaciones, pero también en secreto, fuera del conocimiento público. Los ciudadanos pueden entender que el Gobierno recurra a ciertas prácticas que invaden su privacidad para mejorar su seguridad. Aceptan, por ejemplo, los controles exhaustivos en los aeropuertos. Pero, probablemente, prefieren ser tratados como adultos y ser informados al respecto.
En programas como estos, el secreto no se justifica por la necesidad de ocultar datos al enemigo. Vale que la operación de seguimiento de Osama Bin Laden sea secreta, pero ¿qué puede aportarle a Al Qaeda saber que se registran números de teléfono y se espía en Internet?, ¿acaso no lo saben de antemano?
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