¿Necesita Brasil cambiar su modelo económico?
Adquiere cada día más consenso, en el Gobierno y en la oposición de Brasil, la necesidad de un cambio del modelo económico actual. Una serie de datos concretos están poniendo de manifiesto que poner todo el acento en el consumo interno, mientras crece el gasto público, ya no hace crecer al país.
El adjetivo más barajado por analistas económicos y políticos en relación a la situación que está viviendo el gigante americano es el de “agotado”. El sistema que hasta ahora era considerado “victorioso” y que fue esencial para hacer frente desde 2008 a las crisis internacionales, ¿deberá ser cambiado?
La primera piedra y la primera alarma las acaba de lanzar una autoridad indiscutible como la del presidente del Banco Central, Alexandre Tombini, que el jueves pasado subió los intereses hasta un 8%. Tombini ha sentenciado que a partir de ahora “el punto de apoyo del crecimiento en Brasil será la inversión y no el consumo”.
Tombini ha querido subrayar, frente a los rumores que corrían de un pulso entre el banco central y el Gobierno de la presidenta Dilma Rousseff, que su visión económica está “apoyada por el Gobierno”.
No podría ser de otro modo, ya que desde hace tres años Brasil crece tan poco en relación a sus posibilidades, que al PIB se le llama el “pibinho”, con un 0.9 en 2012 y un 0.6 en el primer trimestre de este 2013, cuando se esperaba por lo menos el doble.
Si era poco, el viernes el último estudio del IMD ha revelado que Brasil ha perdido en los tres últimos años, 13 puestos en el ranking de los 60 países más emprendedores. Del puesto 38 en 2010 ha bajado al 51. Entre los Brics solo ha quedado peor África del Sur. En América Latina, según el IMD, países como Brasil, Chile, Argentina y Venezuela “han decepcionado en relación a los países asiáticos en desarrollo”.
El énfasis en el consumo interno fue importante durante los gobiernos del expresidente Lula da Silva, ya que los millones de pobres que llegaron a la clase media con su sed de consumo, apoyada por el aumento del sueldo base y la apertura del crédito, mantuvieron firme la economía frente a los desafíos de las crisis internacionales.
Hoy, el 62% de las familias están endeudas en un 46% de su renta y como afirman los analistas “ya han comprado todo lo que soñaban”. Como ha afirmado el economista de la Gradual Investimentos, André Perfeito, “sin las familias consumiendo como antes, lo que hoy interesa es el crecimiento de las inversiones”.
Ahora, con la inflación por encima de la meta del Gobierno, superando el 6% oficial, pero en realidad muy superior, y con la restricción del crédito, aquella masa de consumidores ha concentrado su consumo en la alimentación.
Los últimos datos del PIB del primer trimestre, que ya profetizan un PIB anual alrededor máximo de un 2%, revelan que la industria en vez de crecer bajó un 0,3% y sigue parada a pesar de todas las ayudas a los electrodomésticos y automóviles concedidas por el Gobierno con rebajas de impuestos.
Lo que ha salvado al PIB fue el aumento de un 9% de la agricultura que es un índice que depende mucho del clima y que es en el que la invención y modernidad empresarial son más evidentes.
Todo ello ha llevado a un retroceso fiscal de un 40% en el primer trimestre de este año pasado.
La preocupación por colocar el foco más en las inversiones que en el consumo, ha llevado a Dilma a lanzar un plan billonario de inversiones en infraestructuras. Lo que ocurre es que, a pesar de ser considerada una gran gestora y ser economista por formación, se ha topado con dos obstáculos que mantiene prácticamente paralizados la mayoría de los proyectos.
El primero ha sido la telaraña burocrática que eterniza las obras con sentencias judiciales al tener que pasar por la criba de decenas de organismos, cada uno con sus exigencias. El segundo es que, a pesar de haber abierto la mandataria la mano a las privatizaciones (que su partido llama “licitaciones” ya que siempre criticó las privatizaciones de los años 90 realizadas por el entonces Gobierno Cardoso) la mano del Gobierno aún es considerada pesada por parte de las empresas privadas, que recelan a veces de una posible falta de seguridad jurídica.
¿Cuál sería pues la solución para que Brasil vuelva a crecer, para que la inflación que en este país da miedo porque es considerada un mal cultural que ya la llevó a tres cifras antes del Plan Real vuelva a su cauces y no se coma las conquistas de los más pobres y para que la industria despliegue con la fuerza que el país posee?
Lo ha dicho en dos palabras el presidente del Banco Central tras haber sentenciado que el consumo ya no es el talismán del crecimiento del país: “Inversiones y educación”. Son los dos pilares del nuevo modelo económico brasileño: inversión masiva en la educación en todos los niveles privilegiando la invención y dejando y ayudando a las empresas privadas nacionales y extranjeras trabajar tranquilas para levantar la industria del país, que no acaba de arrancar.
La labor del Gobierno debería centrarse, dicen los expertos en economía, en mantener y fortalecer las políticas sociales para ir disminuyendo las sangrantes desigualdad que aún afligen al país. Sólo así, la clase media llegada al paraíso no correrá el peligro de ser devuelta a su infierno pasado de pobreza, arrastrada por la inflación. El resto, excepto en la sanidad, que lo haga la empresa privada, que, afirman, lo suele hacer mejor y más rápido que la pública.
Ayer el diario Folha de São Paulo, una publicación más bien cercana al Gobierno, escribió un duro editorial en el que afirma: “El Gobierno debe centrar sus energías en conceder a la iniciativa privada las obras de infraestructura. Más que recuperar el exasperante atraso en las concesiones de aeropuertos y carreteras ya prometidas, es necesario escudriñar el país en busca de oportunidades para la privatización”. Se trata, dice el editorial “de una verdadera limpieza preliminar que entregaría la casa en orden al próximo gabinete, con Dilma Rousseff u otro gobierno”.
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