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Tribuna
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Obama se rebela

El presidente va contra sí mismo, contra la inercia que le clava en el surco trazado por Bush

Lluís Bassets

Obama se ha rebelado. Contra sí mismo. Contra la inercia que le hace seguir el surco trazado por Bush en su guerra global antiterrorista. No es una rebelión súbita, pero ha salido a la luz en su discurso de la pasada semana en la Universidad Nacional de la Defensa. Lleva gestándola al menos desde aquella foto que captó su gesto grave y su mirada intensa en la Situation Room, una noche de primavera hace dos años, cuando ordenó ejecutar a Osama bin Laden. Y sobre todo, desde la muerte en Yemen de Anuar al Aulaki, un dirigente terrorista con ciudadanía estadounidense, alcanzado por un misil junto a su hijo y a otro árabe, ambos también con pasaporte americano.

Obama no se gusta como comandante en jefe. Por las promesas que no ha podido cumplir, como el cierre de Guantánamo, pero también por los efectos indeseables de sus decisiones, como la muerte de civiles inocentes en los ataques con drones. “Estas muertes nos perseguirán mientras vivamos, al igual que nos perseguirán las víctimas civiles que se han producido en las guerras convencionales de Irak y de Afganistán”, dijo en su discurso. Obama asume el peso moral de su responsabilidad, pero le disgusta su dificultad para conducir en vez de ser conducido. Sobre todo en el territorio que le es más propio, el de la imposición del marco conceptual, el relato político, cuestión en la que todavía se siente superado por el relato que le legó su antecesor. Al soberbio narrador en jefe que es Obama le pesa como una losa su incapacidad para construir una nueva narrativa que saque a Estados Unidos de la guerra maniquea contra el evanescente fantasma del terrorismo islamista con el que los neocons sustituyeron al enemigo comunista. No han sido pocos los esfuerzos para desarmar esta historia. Muchas ideas neocons, como la legalización de la tortura, han ido quedando obsoletas, pero el argumento básico de la obra sigue guiando todavía la política antiterrorista de EE UU, reforzado incluso por las decisiones de Obama en dos capítulos: la acción exterior unilateral, con el incremento de los asesinatos selectivos (40 bombardeos teledirigidos con Bush, 375 con Obama); y las libertades civiles, con la intensificación de la persecución de filtraciones periodísticas, aun a costa de erosionar la libertad de información.

El fracaso es mayor en la medida en que el antiterrorismo ha constituido el alma de la política exterior de Bush. Obama no tendrá una política exterior enteramente de su factura hasta que anule el surco recibido mediante el trazo más fuerte de un surco propio y adaptado a su idea de cómo debe ser el mundo. “Debemos definir la naturaleza y el objetivo de este combate, o en caso contrario este será quien nos definirá”, dijo la pasada semana.

Los drones han sido el paliativo para la falta de definición. Washington ha podido mantener la seguridad sin arriesgar tantos medios materiales y humanos, pero a costa de la imprecisión y de un cierto descontrol que ha empezado a perjudicar a la propia imagen de EE UU. Obama sufre como resultado un desprestigio paralelo al de Bush con la guerra de Irak por causa de las víctimas civiles causadas.

La idea de retirarse de los escenarios bélicos y sustituir la acción antiterrorista por el uso de aviones teledirigidos está seriamente cuestionada. A partir de ahora deberán cambiar los criterios para la autorización de los disparos e incluso la terminología. Disminuirán los llamados ataques autorizados (signature strikes), en los que se ataca a grupos armados sospechosos; y se utilizará el concepto de ataques personalizados (personality strikes), cuando se perciba una amenaza identificada, concreta e inminente contra ciudadanos estadounidenses y se tenga una cierta certeza de que no habrá víctimas civiles.

Una autoridad judicial o ejecutiva deberá supervisar los ataques con drones, singularizados y excepcionales: ya han caído en picado los efectuados desde enero. Será el Ejército y no la CIA quien se irá haciendo cargo de efectuarlos, pasando así del territorio del secreto y el vacío legal al de la luz y la legalidad militar. El estado de guerra permanente, con erosión de las libertades internas y barra libre para acciones unilaterales en el exterior, va a terminar. Será derogada la autorización del uso de la fuerza que aprobó el Congreso después del 11-S. Obama quiere cerrar así el capítulo de la guerra global contra el terror y legar una nueva estrategia antiterrorista a su sucesor. Tiene apenas tres años para hacerlo, además de cerrar Guantánamo, o en caso contrario el legado antiterrorista que recibirá el siguiente presidente será todavía el de Bush.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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