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Columna
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Un amigo sospechoso

El viaje de Obama sella un fracaso y pretende abrir un nuevo comienzo en Oriente Próximo

Lluís Bassets

El viaje de Obama a Israel sella un estrepitoso fracaso y pretende anunciar un nuevo comienzo. El fracaso es el que ha cosechado Obama en su primer mandato, cuando situó la paz entre israelíes y palestinos entre sus prioridades internacionales con el resultado que conocemos. El nuevo comienzo es el que quiere iniciar ahora, “dirigiéndose directamente al pueblo israelí”, según palabras de Ben Rhodes, el asesor y speechwriter presidencial que saltó a la fama por el discurso de El Cairo de 2009, dirigido a los árabes. Rhodes considera que hasta ahora los procesos de paz se producían entre Israel y dirigentes autocráticos, mientras que ahora están apareciendo gobiernos más representativos y responsables que obligarán a “tomar en cuenta a las opiniones públicas si se quiere progresar en el proceso de paz”.

Hubo fracaso porque fueron enormes las expectativas y la inversión de medios y esfuerzos. A diferencia de sus dos predecesores, Obama quiso dedicar sus energías desde el primer día a la creación de los dos Estados en paz y seguridad, tal como había establecido la Hoja de Ruta legada por George Bush, en la que se detallaban las fases para alcanzar el final del conflicto en 2005. Contó con equipos diplomáticos que incluían su secretaria de Estado Hillary Clinton y a un enviado especial con un historial de éxito en Irlanda como Georges Mitchell. Dedicó discursos y viajes en una ofensiva diplomática para neutralizar la mala imagen de Estados Unidos. Se dio mucha prisa para obtener resultados, antes de las elecciones de mitad de mandato, casi siempre un castigo para la mayoría presidencial, pero la velocidad le condujo al menos a dos errores: eludió Israel y Jerusalén en su diplomacia viajera y se entregó a la Autoridad Palestina con sus razonables exigencias a Netanyahu respecto a la congelación de los asentamientos como condición previa a cualquier negociación. Al final, el resultado fue el peor de todos: el proceso de paz quedó hecho trizas, nadie cree en la fórmula de los dos Estados y la Casa Blanca se vio obligada a actuar como siempre con su veto en el Consejo de Seguridad cuando Palestina presentó su candidatura para ingresar como Estado miembro en Naciones Unidas.

Todos los presidentes estadounidenses han invertido enormes e infructuosas energías en resolver el rompecabezas de Oriente Próximo. Lo característico de Obama es que lo ha hecho ya en su primer mandato y no está claro que le queden fuerzas para intentar un sprint final en el segundo como hicieron Clinton y Bush hijo en los dos últimos años, cuando ya no hay hipotecas electorales para un presidente que no puede volver a presentarse. Lo menos a que puede aspirar ahora es a recomponer en algo los desperfectos e intentar ese nuevo comienzo que Rhodes insinúa, para evitar que EE UU siga perdiendo fuelle en la región. Ayer se cumplieron diez años del comienzo de la desgraciada invasión de Irak, que además de derrocar a Sadam Husein fue lo más parecido a un castigo geopolítico que EE UU se infligió a sí mismo. La ofensiva diplomática hacia Oriente Próximo de Obama, en la que se incluía la paz entre árabes e israelíes, pretendía amortiguar y corregir los errores de Bush, pero no ha hecho más que profundizarlos. El incumplimiento del cierre de Guantánamo y la política de asesinatos selectivos mediante drones han venido a complementar el desengaño con Obama de un mundo árabe y musulmán reactivado por las primaveras democráticas y la llegada al poder del islamismo político en algunos países. Una de las ironías de su primer mandato, según Martin Indyk, Kenneth Lieberthal y Michael O'Hanlon (Bending History. Barack Obama's Foreign Policy, Brookings) “es que lo único que no parecía interesarle, como era promover el cambio democrático en Oriente Próximo, fue lo que ocurrió en realidad bajo sus ojos”.

Obama quiso enmendar y romper con Bush en política exterior, pero solo ha conseguido intensificar y en algún caso mejorar la tendencia, técnicamente al menos, siempre dentro del mismo surco: eso son los drones en relación a la guerra de Irak. Su popularidad en los países árabes y musulmanes está por los suelos, como antes. Y para colmo, tampoco se le considera de fiar en Israel. Entre sus compatriotas, que simpatizan con Israel respecto a Palestina en una proporción de casi siete a uno, son más (17%) los que creen que presiona demasiado a los israelíes que los que piensan lo mismo respecto a los palestinos (9%), mientras que un 69% prefiere que deje la cuestión de la paz en manos de quienes se pelean y no se inmiscuya (encuesta ABC / Washington Post). Su actual viaje a Israel y Jordania, con parada en Ramala y Belén, es para demostrar, en sentido exactamente contrario a su opinión pública, que EE UU no puede girar hacia Asia y olvidarse de Oriente Próximo en muchos años, al menos mientras tenga una tan larga y pesada lista de conflictos en marcha, que amenazan si no directamente su seguridad sí al menos la de sus aliados.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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