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Tombuctú sale del infierno yihadista

Durante diez meses, los radicales se apropiaron de la histórica ciudad para su salvaje versión de la ley islámica

José Naranjo
Alumnos de la escuela de Mahamane Fondogoumo, en el centro de Tombuctú, atienden a la profesora.
Alumnos de la escuela de Mahamane Fondogoumo, en el centro de Tombuctú, atienden a la profesora.BENOIT TESSIER (REUTERS)

“Esta era la prisión de mujeres”. Abdoul señala un minúsculo cuarto de apenas un metro y medio de ancho por dos metros de largo. Es el antiguo cajero automático del banco BMS, que durante diez meses fue sede de la policía islámica de Tombuctú. “Aquí metían a las mujeres por no llevar el velo de manera correcta durante un par de días o incluso una semana. Ahí comían, dormían y hacían sus necesidades, una vez llegó a haber hasta 15, no se podían ni mover”. La puerta del cajero daba a la calle, así que todos las veían al pasar.

Tombuctú es una sombra de lo que fue. Más de la mitad de sus 45.000 habitantes se han ido en los últimos meses y todavía no han vuelto. Azahara Abdou, una joven de etnia songhay de 20 años, fue una de ellas. “Había salido a tender la ropa a la puerta de mi casa con mi hiyab puesto. Entonces apareció Mohamed Mossa y sus seguidores y me llevaron con ellos por no vestir de manera adecuada”. Mossa sale en muchas conversaciones.

Él se encargaba de que se aplicara la sharía, la ley que ha imperado diez meses en Tombuctú. “Me castigaron a estar en aquella prisión durante un mes y a diez latigazos cada día por la mañana. Pero me dio una crisis nerviosa y me corté con el vidrio de la puerta”. Azahara muestra una gran cicatriz en su pierna izquierda, “entonces me cogieron, me llevaron dentro y me violaron entre cinco porque, según dijeron, era muy arrogante”.

En la ciudad no hay ni Internet ni cobertura telefónica. Los yihadistas destrozaron todos los servidores antes de irse. Tampoco hay luz durante la mayor parte del día, solo unas pocas horas por la mañana, porque también robaron todo el combustible. Además, los comerciantes árabes huyeron de la ciudad por temor a represalias y sus negocios han sido saqueados y las pocas tiendas abiertas apenas tienen mercancía. Unos metros a la derecha de la prisión de mujeres está la tienda de Mohamed Ould Oumar, que fue saqueada hace dos días. A su puerta se sentaba a tomar el té Mojtar Belmojtar, uno de los líderes de Al Qaeda del Magreb Islámico (AQMI) a quien se considera responsable del reciente secuestro en la planta de gas de In Amenas, en Argelia, que causó decenas de muertos.

“Llevaba un turbante negro, mientras que los demás lo llevaban de color café con leche. Nos los cruzábamos a veces, pero no podíamos ni dirigirles la palabra”, añade Abdoul. Detrás, en un enorme panel donde antes había un logotipo de Cruz Roja, reza el siguiente eslogan: “La ciudad de Tombuctú fue fundada sobre el islam y no será juzgada sino por la legislación islámica (sharía)”. Aún nadie se ha molestado en quitarlo.

En el barrio de Abarayu está la casa de Sanda Ould Bounama, hasta hace solo unos días el todopoderoso líder local de Ansar Dine. Hoy, de su lujosa vivienda, envidia de todo el barrio, no queda sino la estructura, se han llevado hasta los cables de las paredes. Los vecinos aseguran que poco antes de que Tombuctú fuera recuperada por el Ejército francés el pasado fin de semana, este antiguo profesor de religión islámica y rico comerciante se esfumó como por arte de magia. Algunos dicen que le vieron irse, junto a otros radicales, montado en un burro para evitar ser detectado por los aviones franceses que bombardeaban sin parar.

El hotel La Maison, propiedad de una francomaliense llamada Hawa, está hoy cerrado a cal y canto. En los últimos tiempos se había convertido en el Palacio de Justicia de los radicales. Aquí era donde aplicaban su particular versión de la ley islámica, donde aprobaron el castigo de Azahara o donde le cortaron la mano a Hamdido Meïga por ladrón. A poca distancia, las ruinas de lo que un día fue la Gendarmería, el único edificio del centro de Tombuctú que fue bombardeado además del hotel Libia, situado en las afueras y construido por Gadafi.

Bagomni Tandina tiene 43 años. Era el guardián del hotel La Palmeraie y ganaba unos 60 euros mensuales que le daban para vivir bien con su mujer y sus dos hijos. Ahora se dedica a lavar ropa por las casas por unos cientos de francos CFA. Él decidió quedarse. “Llegaron y lo prohibieron todo. Ni fumar ni beber, ni que los móviles tuvieran música, ni ver la televisión, todo estaba prohibido”, asegura. “Lo hacían en el nombre del islam, pero no eran buenos musulmanes. Entraban en las mezquitas con sus armas y eran unos mentirosos y traficantes”.

En el cementerio de Los Tres Santos, en el centro de la ciudad, los mausoleos fueron destruidos a golpe de piqueta. Se aprecian aún las piedras y las hermosas puertas de madera. El nuevo edificio de la biblioteca Ahmed Baba, que albergaba valiosos manuscritos, fue durante meses alojamiento de los yihadistas, que, antes de partir, tuvieron tiempo de quemar varios cientos de documentos históricos. Otros, la mayoría, fueron salvados por vecinos y trabajadores de este organismo. Y en la mezquita Sidi Yahya, la famosa puerta del Fin del Mundo ya no está. Se la llevaron los radicales.

Moulaye Sayah, un periodista local, vive justo al lado del centro Ahmed Baba. “Lo más grave de todo lo que hicieron fue quemar los manuscritos. Los latigazos se curan y de los mausoleos tenemos fotos, se pueden reconstruir. Pero han borrado una página de la historia que no se podrá salvar, es un crimen contra el mundo entero”, asegura.

Son las heridas más visibles de una ciudad seriamente dañada, de calles vacías e inundadas de arena que poco a poco vuelven a la vida. Quisieron convertirla en capital de una forma radical e inhumana de extremismo religioso y solo consiguieron apagar, por unos meses, su brillo antiguo de gente sabia y tolerante. “Claro que nos rebelamos. Gritamos, lloramos y pataleamos. Pero, ¿qué íbamos a hacer? Ellos tenían armas y nosotros no, estábamos indefensos”, añade Tandina.

Aunque hundida y sufriente, Tombuctú sigue estando ahí, entre el desierto y el río Níger, con su misteriosa magia de siempre y su alegría recuperada. La gente está exultante. Paran a los periodistas occidentales y a los soldados franceses por la calle y los bendicen. Yaya Sanusi y Bacar Meïga toman té a las puertas de su casa en el barrio antiguo al lado de dos enormes altavoces de las que sale una música atronadora. Hace solo dos semanas esto era suficiente para que te castigaran a latigazos. “Han sido diez meses en el infierno”, explica Omar Dicko, profesor de inglés y guía, “ahora tenemos que mirar al futuro. Aquí casi todos vivimos del turismo y desde hace más de un año no viene ningún visitante. Pero pronto volverán”.

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Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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