La escuela nacional de pistoleros
Aprendemos a disparar en la Asociación del Rifle en EEUU en pleno debate sobre la limitación de armas. Los alumnos contestan sin dudar a la pregunta: ¿Puedo matar a un hombre?
El sonido es tan brutal que, incluso con cascos protectores, la sorpresa hace que se retroceda y se yerre el tiro. Un disparo es impactante. Decenas de ellos a la vez, sobrecogen. Cuando la cantidad se acerca a centenares, el cuerpo ya se ha acostumbrado, se relaja y se empieza a sentir —ajeno al estruendo— la inmensa sensación de poder que genera un arma de fuego en las manos. Rellenar el cargador de balas, introducirlo en la culata y disparar. Repetir una y otra vez la operación. Enfrente, un blanco inmóvil cosido a balazos, repartidos por toda la extensión del papel. Cuanto más experto se es, más concentradas están las balas en torno al punto vital, el corazón.
Para poseer un arma y dispararla se deben afrontar dos preguntas y obedecer religiosamente tres reglas básicas. Las reglas son: mantener siempre la pistola apuntando a una dirección segura; siempre, siempre, siempre —el instructor recalca esta palabra hasta el agotamiento— tener el dedo fuera del gatillo hasta que se vaya a disparar; y siempre mantener el arma descargada hasta que se vaya a usar. ¿Fácil? En absoluto. El primer instinto tras empuñar un arma es, siempre, colocar el dedo en el gatillo. Bang. En este caso, un bang indeseado, con consecuencias indeseadas.
Respecto a las preguntas, la primera es sencilla. ¿Para qué se quiere el arma? En la sede central de la Asociación Nacional del Rifle (NRA, en sus siglas en inglés), radicada en Fairfax, al norte de Virginia, el martes por la noche es Ladies Only, lo que significa que la zona de tiro se reserva al sector femenino y que el curso que esa noche se imparte está dedicado exclusivamente a mujeres, pensado por mujeres e impartido por mujeres. “No queremos testosterona intimidándonos”, explica Amy, la instructora a cargo del programa de esta noche, mientras extiende sobre la mesa de la clase una intimidante Glock 19, un caduco revólver Smith and Wesson —que perteneció a su abuelo— y una elegante Walther 380, “la pistola de James Bond”.
Las Masacres de 2012
Newtown, Connecticut. 27 muertos, 1 herido. Con armas de la madre. El joven Adam Lanza, de 20 años, cometió una de las peores matanzas escolares en EE UU el pasado 14 de diciembre. El asesino entró en el colegio a las nueve de la mañana, después de haber matado a su madre. Lanza iba armado con dos pistolas y un rifle semiautomático y disparó a quemarropa a las víctimas: 20 niños, 3 profesoras, la psicóloga del centro y la directora. El asesino se suicidó.
Denver, Colorado. 12 muertos, 58 heridos. El arma era legal. James Eagan Holmes, de 24 años, entró la noche del jueves 20 de julio en la sala 9 del cine Century 16, en la localidad de Aurora, en Colorado, el día del estreno de la última película de Batman. Holmes abrió dos botes de gas y descargó varias ráfagas de fusil al techo. Durante 15 minutos, el asesino se paseó por la sala y mató a 10 personas; a las otras 2 les disparó en la salida principal.
Oakland, California. 7 muertos, 3 heridos. La pistola era legal. El estudiante de enfermería L. Goh, de 43 años, de la Universidad Oikos, un centro coreano, privado y cristiano, irrumpió en una clase con un arma el pasado 2 de abril. Goh alineó a un grupo de alumnos contra un muro y les disparó uno a uno. El presunto asesino no se responsabilizó de los asesinatos.
Oak Creek, Wisconsin. 7 muertos, 3 heridos. El arma era legal. Wade Michael Page, de 40 años, vivía en Colorado y se trasladó a la ciudad de Cudahy, en el Estado de Wisconsin, días antes del atentado. El domingo 5 de agosto acudió a un templo sij en Oak Creek y en mitad de la ceremonia abrió fuego con una pistola semiautomática. Después de cometer la matanza se disparó. El asesino era miembro de la banda de música Definite Hate. Muchas de sus canciones hacen alusión a su odio a los judíos, negros, homosexuales y otras minorías.
Minneapolis, Minnesota. 7 muertos, 3 heridos. El arma era legal. Cuando los jefes de Andrew Engeldinger, de 36 años, le anunciaron que estaba despedido, Engeldinger respondió: "¿En serio?". Sacó una pistola semiautomática y mato a sus dos jefes. Después aniquiló al dueño de la compañía. Acto seguido asesinó a dos compañeros de trabajo y a un mensajero que pasaba por el lugar del crimen. Minutos más tarde se pegó un tiro. El suceso tuvo lugar el 27 de septiembre.
Seattle. 5 muertos, 1 herido. Las dos pistolas eran legales. La mañana del 30 de mayo, Ian Lee Stawicki, de 40 años, entró en la cafetería Cafe Racer en Roosevelt Way y disparó a los clientes con una pistola del calibre 45. Después se suicidó. El autor de la matanza tenía permiso para portar armas y un largo historial de problemas mentales.
Norcross, Georgia. 5 muertos. La pistola con la que mató era legal. Jeong Soo Paek, de 59 años, era un hombre con un largo historial de violencia. El 21 de febrero, su familia, que regenta un spa, le pidió que abandonara el negocio. Esa misma tarde regresó al local y acabó con la vida de sus dos hermanas y sus cuñados. Después se pegó un tiro.
Brookfield, Wisconsin. 3 muertos, 4 heridos. No tenía permiso. El exmarine Radcliffe Franklin Haughton, de 45 años, entró en un spa y asesinó a 3 mujeres e hirió a otras 4. Tres días antes de cometer el asesinato, su mujer obtuvo una orden de alejamiento que también prohibía a Haughton comprar un arma, pero consiguió la pistola por medio de otra persona.
Chardon, Ohio. 3 muertos, 2 heridos. La pistola era robada. Al terminar las clases, T. J. Lane, de 17 años, se dirigió a otro centro de secundaria de la ciudad y mató a 3 adolescentes en la cafetería. Después del asesinato, el joven alegó que padecía trastornos mentales. Lane robó a su tío la pistola con la que disparó. El juicio está previsto que se celebre en enero.
Tulsa, Oakland. 3 muertos, 2 heridos. Las pistolas eran legales. Jake England, de 19 años, y Alvin Watts, de 33, salieron a dar una vuelta en coche a "la caza de negros" el viernes de Pascua. Entre los dos asesinaron a tres hombres en una mañana. England explicó a la policía que los crímenes obedecían a una venganza. El joven reconoció que se comportaba de manera violenta desde que mataron a su padre en una reyerta hace dos años.
Happy Valley, Oregón. 3 muertos, 1 herido. Robó el arma. Tres días antes de la masacre de Newtown, Tyler Roberts, de 22 años, propietario de un döner kebab, entró a un centro comercial de la ciudad oculto bajo una máscara de jugar a hockey y empezó a disparar con un rifle, indiscriminadamente, a algunos clientes. Luego se suicidó. Agentes de seguridad afirman que el presunto criminal robó la pistola a un conocido.
“En 15 segundos, vuestro nombre, por favor, y por qué queréis aprender a disparar y tener un arma”, demanda Amy, que ya no cumple los cincuenta. Uno pensaría que harían falta por lo menos algunos minutos para explicarlo, pero la cascada de nombres y razones avanza tan rápido que cuando le toca el turno a esta redactora decide sumarse a la corriente predominante y disparar: “Para defensa personal”. Varias asistentes añaden que la matanza a tiros de 20 niños y seis adultos en Connecticut hace dos viernes les ha hecho despertar y darse cuenta de que necesitan armarse. “Un arma en manos de un profesor del colegio le habría volado la cabeza a ese son of a gun”, dice Diane, utilizando la expresión —tan apropiada y venida al caso— como eufemismo de hijo de puta.
Sin prestar demasiada atención al comentario anterior, Amy pregunta: “¿Nadie quiere aprender para competir?”. Ni una sola mano levantada entre las 25 mujeres que esa noche asisten al curso de la NRA, que las certificará —si lo pasan, lo que harán todas— para poder solicitar en Virginia un permiso para llevar armas ocultas, ya que a la vista de todo el mundo ya pueden hacerlo, puesto que Virginia es un Estado con la denominación Open Carry, donde es legal llevar una pistola al cinto o en una cartuchera bajo el brazo, siempre visible mientras haces tu vida diaria, como la llevan, por ejemplo, las fuerzas del orden. Prácticamente todos los Estados, excepto seis, permiten portar armas a la vista. Y en todos, menos en Illinois y Washington DF, es posible llevar armas escondidas (bajo la chaqueta o en la guantera del coche, por ejemplo).
“Si todas queréis un arma para defensa personal o de vuestra familia”, prosigue Amy, “la siguiente pregunta que tenéis que responder honestamente es: ¿puedo matar a un hombre?”. La sala esta vez no necesita ni siquiera 15 segundos para responder. Le sobran todos los que vienen después de haber hecho un signo afirmativo con la cabeza. Me sumo a la corriente y asiento.
Imposible sumarse a la siguiente petición. “Quienes hayáis traído vuestra propia arma, por favor, dejarla fuera de la clase, que la debo revisar y comprobar la munición”. De las 25 mujeres solo quedamos tres sentadas en el aula. De las tres, dos aseguran que, su padre y su marido, respectivamente, les van a regalar una por Navidad y ya no la necesitarán prestada. Yo no soy ninguna de las anteriores, lo que me convierte en la única persona que no tiene pistola ni planes de cambiar su lista para Santa Claus. “Europa es diferente”, me perdona condescendiente Amy, solidarizándose con mi incultura armamentística por motivos geográficos.
Establecidas las reglas básicas —seguridad y la convicción sin pestañear de poder matar a una persona—, la instructora hace la siguiente analogía para relajar y ahuyentar el miedo a las armas de fuego, si es que alguien lo tiene. “Un arma no es más que un pedazo de metal, como un coche, metal, hierro”, explica convencida. “Ninguno es peligroso si se utiliza con responsabilidad. Si no se es responsable y consciente de lo que se tiene entre manos se puede matar”.
Ahí está. Menos de 25 minutos de desarrollo de curso y el mantra constante por parte de los seguidores de la NRA de que las pistolas no matan, matan las personas. Cada año, cerca de 100.000 personas son alcanzadas por un disparo de bala en EE UU. Cada día, más de 250, según datos de la campaña Brady para prevenir la violencia con las armas. En total, 30.000 personas perderán la vida anualmente (la mitad de ellas en suicidios). Uno de cada tres norteamericanos conoce a alguien que ha sido alcanzado por un arma de fuego. En teoría, cada estadounidense podría ser su propio policía, ya que el país tiene prácticamente el mismo número de armas que de personas, lo que se traduce en que EE UU es el país del mundo con el mayor ratio de armas en manos de civiles (el segundo es Yemen, cuya cifra es, sin embargo, la mitad que la de EE UU). Un 47% de la población reconoce que guarda al menos un arma en su casa.
“¿Por qué queréis aprender a disparar?”, pregunta la instructora. Todas alegan que por defensa personal
Los hombres tienen mayor tendencia a poseer un arma que las mujeres, a pesar de que el ratio de propiedad entre los hombres cayó de uno de cada dos en 1980 a uno de cada tres en 2010, mientras que el de las mujeres ha permanecido estable, una de cada diez. Los blancos poseen más armas que los negros, hay más armas en el campo que en la ciudad y son más comunes entre la gente mayor que entre los jóvenes.
La Asociación Nacional del Rifle fue fundada en 1871 por dos veteranos de la guerra civil —un abogado y un antiguo reportero del diario The New York Times—. Su evolución ha sido significativa casi un siglo y medio después de sus comienzos como asociación defensora de la caza y el tiro de competición y en la actualidad como actor fundamental en la política norteamericana, con influencia en temas de tanta relevancia como la reforma sanitaria, la financiación de campañas electorales o los jueces que se sientan en el Tribunal Supremo.
A pesar de que hoy es su bandera, en los años sesenta el derecho constitucional a poseer un arma no estaba tanto en la agenda de la NRA como en la de, por ejemplo, los negros nacionalistas. Malcolm X, en 1964, o Huey Newton —fundador de los Panteras Negras—, en 1966, pronunciaron sendos discursos que hablaban de la necesidad de la población negra de armarse como autodefensa ante una sociedad racista.
Cada año, cerca de 100.000 personas son alcanzadas por una bala en Estados Unidos, y un tercio mueren
El cuartel general de la NRA en Virginia es un moderno edificio de cristal, que también alberga el Museo Nacional de las Armas de Fuego. La oficina y los pasillos del centro de tiro tienen en sus paredes cabezas de ciervos —en esta temporada, tuneadas como renos navideños, con cuernos y narices rojas de Rudolph— y carteles en los que se anuncian las bondades de las armas y la advertencia contundente de que está terminantemente prohibido tomar fotografías. Cae la noche y varios miembros hojean revistas como American Rifleman, una publicación de la NRA.
Con más de cuatro millones de miembros engrosando sus filas, la NRA defiende con pasión su derecho constitucional a poseer armas establecido en la Segunda Enmienda de la Constitución americana, enmienda que fue redactada a finales del siglo XVIII por el que luego sería el cuarto presidente de EE UU, James Madison, y que dice así: “Siendo necesaria una milicia bien ordenada para la seguridad de un Estado libre, el derecho del pueblo a poseer y portar armas, no será infringido”.
El texto admite diferentes interpretaciones y hay quien considera que esa afirmación se refiere a un periodo anterior a la creación de un Ejército nacional, cuando las milicias eran necesarias como único cuerpo de defensa de los ciudadanos. Sin embargo, que una encuesta de 1991 probase que los norteamericanos estaban más familiarizados con la Segunda Enmienda que con la Primera, el derecho a hablar, creer, escribir y publicar libremente, es significativo de la pasión que el tema despierta en la sociedad norteamericana.
“Con la Glock no te equivocas nunca”, dice Dori, la instructora de las prácticas de tiro. “Prueba, sin miedo”
Ajena a la crisis, la industria de las armas en EE UU ha sobrepasado este año los más de 11.000 millones de dólares en ventas. De hecho, la crisis financiera y la elección en 2008 de Barack Obama —la gran bestia negra del lobby de las armas— dispararon las ventas. Quienes las compraron estaban preocupados por dos motivos, o porque los tiempos se volvieran convulsos debido a la crisis o porque Obama promulgara leyes restrictivas que controlaran su venta —o por los dos—.
De los bajos de la sede de la NRA sale un sonido inconfundible una vez que lo has escuchado anteriormente en directo y no en una sala de cine. No son petardos. No son truenos. Es el sonido de un arma de fuego al ser disparada. A la zona de tiro se accede por una puerta que te sitúa en un pequeño pasillo frente al que hay otra puerta que no debe de abrirse hasta que se ha cerrado la primera. “La seguridad es muy importante cuando hay armas en juego”, dice Dori, la instructora a cargo de las prácticas de tiro. Dori empezó a disparar a los ocho años y desde entonces no ha parado. Tiene más de 40 y asegura que va armada por autodefensa. “Disparo si me veo en peligro, con los dos ojos abiertos y sin miedo”.
La primera pregunta que hace Dori al situarse junto a ti en la cabina de tiro es tu estado civil. Dependiendo de si estás soltera —ella dice “sola”, alone—, con novio, casada o casada con hijos te recomienda un tipo u otro de arma. “Con la Glock no te equivocas nunca”, dice ofreciendo una 17 y abriendo la caja de munición del calibre 9 milímetros parabellum. “Prueba, sin miedo”.
“Mi nombre es... y te voy a disparar”. Hay que decirlo muy despacio mientras se coloca el dedo en el gatillo
Con una Glock iba armado el asesino de Newtown. Adam Lanza, 20 años, acabó con la vida de su madre —dueña de las armas—, la de otras 25 personas y la suya propia con un rifle semiautomático Bushmaster AR-15 y la seguridad de que si esa poderosa arma le fallaba contaba con la siempre efectiva Glock —la que usan los militares en Irak debido a su dureza y resistibilidad en escenarios agrestes como el desierto— y una Sig Sauer.
“Mi nombre es… y te voy a disparar”, recomienda Dori que se diga muy despacio mientras lentamente se va colocando el dedo sobre el gatillo y se presiona suavemente —para evitar perder la puntería— y se dispara. Bang. La bala ha alcanzado el estómago. “Otra vez”. “Mi nombre es…”. Y otra. Y otra. “Hasta el corazón y hasta que sientas que tú posees el arma y no ella a ti”. “Bien, muy bien”, congratula la profesora. Una vez que se acaba de disparar es obligatorio ir a lavarse las manos y la cara para desprenderse de los restos de explosivo que se pegan a la piel.
La sala de tiro consta de 15 cabinas. En la número 9 practica Roberta. “Mi nombre es…”. Y dispara. Roberta intercambia una Glock con una 22 Magnum. En ocasiones dispara solo con una mano, la derecha, para practicar su puntería con la mano que es menos experta, ya que es zurda. Su madre le recomienda que descanse porque empieza a tener una ampolla en el dedo corazón. A pesar de llevar cinco años disparando, Roberta hoy ha tenido que recurrir a las tiritas al sufrir un pellizco en su mano izquierda al cargar la Glock. “Mi nombre es…”. Su nombre es Roberta y tiene 10 años.
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