“Pagué 300 euros por un certificado”
Los rumanos sienten que solo con sobornos se solucionan sus problemas
Monica Muti, de 24 años, quería acabar el Bachillerato en Rumanía. Después de pasar varios años en España, necesitaba un trámite administrativo para reanudar sus estudios. “Una secretaria del ministerio me pidió directamente dinero”, cuenta indignada. Necesitaba ese papel para empezar una nueva vida, para volver a entrar en el sistema. Así que “le di un sobre con 300 euros”. Ella, que ahora es camarera, cobra 110.
En Rumanía, los pequeños sobornos han creado una tupida malla de relación cotidiana con la Administración o con quienes tienen algún tipo de influencia con vida propia. Los dos euros que cuesta anular una multa en el autobús si se abona al revisor (oficialmente serían 11), la tableta electrónica que le regalaron un grupito de alumnos de la Facultad de Económicas a uno de sus profesores —“porque así estará más suave”, como dice uno de ellos— se suman a una extendida evasión de impuestos y una dinámica economía sumergida.
El problema de fondo es la magnitud del fenómeno. Da la impresión de que los rumanos sienten que, o se solucionan los problemas ellos mismos pagando pequeñas cantidades, o el sistema no va a hacer nada por ellos porque los políticos son una lacra.
Este domingo hay elecciones, pero el Gobierno rumano, socialdemócrata, lleva en el poder apenas siete meses. En ese tiempo, tres ministros se han visto obligados a dejar el cargo por acusaciones de corrupción. El de Sanidad, por malversar fondos europeos; el de Cultura, por ser al mismo tiempo director de un Teatro, y el secretario general del Gobierno, por incompatibilidad con su cargo directivo en una empresa. También están investigados otros dos y se han bloqueado dos nombramientos ministeriales.
Detrás de estas pesquisas está la Agencia Nacional de Integridad (ANI), un organismo creado cuando la adhesión a la UE para luchar contra la corrupción administrativa. Al frente del equipo que inspecciona las cuentas de los políticos está Horia Georgescu, un joven de 35 años que parece cómodo en su papel de azote de los negocios sucios de los políticos. “Todos los funcionarios públicos tienen que presentar una declaración de bienes e intereses”, explica en su despacho de un palacete con tapices, dorados y altos techos algo decadente. “Y luego se publican en la web todas. Hay 3,5 millones de ellas que cualquiera puede consultar”.
Este ejercicio de transparencia resulta más que molesto a muchos políticos, sobre todo en campaña electoral. “Conforme se acercaban las elecciones, las presiones sobre la institución, las amenazas y los insultos a mí o a mi familia han aumentado exponencialmente”, denuncia Georgescu. Además, ha habido intentos de laminar poder al organismo para dejarlo en una mera carcasa administrativa irrelevante. Lo llamativo es que tanto estruendo se interpreta como un indicio de que la lucha contra la corrupción va por el buen camino, como demostró el hito de que fuera a prisión el antiguo primer ministro Adrian Nastase. Por primera vez, nadie era intocable.
Sin embargo, los políticos aún tienen recursos para vadear las acusaciones de corrupción, y tras ser acusados por la ANI, muchos optan por judicializar el caso, que se empieza a ralentizar de media unos dos o tres años. Georgescu y su equipo han logrado 211 sentencias firmes por incompatibilidad con cargo público de 300, y de esas, 194 confirmaron sus pesquisas. Solo le preocupa que ahora se diera un paso atrás.
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