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Columna
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Solón y la condonación de la deuda

Faltan políticos en las clases dominantes que reconozcan el derecho a disponer de una vivienda

Cuando a los europeos todavía se les educaba en el conocimiento de nuestras raíces grecolatinas, a nadie hubiera extrañado que se hurgara en la Antigüedad para dar cuenta del presente. Hoy probablemente habrá que recomendar el libro de Carlos García Gual que ha dedicado a los siete sabios de Grecia para una certera y breve información sobre el ateniense Solón (640-560), cuyas reformas abrieron el paso a la democracia ateniense.

Ocurrieron también en un momento de profunda crisis social y económica, debida al paso de una economía exclusivamente agraria a una en la que el comerciante, y en menor medida algunos artesanos, lograron acumular grandes riquezas, sirviendo de prestamistas a campesinos que para subsistir no les quedaba otro remedio que endeudarse.

Solón deroga la norma de que los que no pudieran pagar la deuda fueran vendidos como esclavos; tampoco permite que se les detenga en las fincas, pagando con su trabajo. Libera a las tierras de las hipotecas, por ser instrumento imprescindible de subsistencia, así como a los arrendatarios de la obligación de pagar cinco sextas partes de la cosecha, un precio altísimo que les obligaba a endeudarse. Con el mismo objetivo de achicar la distancia entre los más pobres y los más ricos reforma las leyes sobre la herencia y limita la cantidad de tierra que una persona puede poseer.

Restaurar la unidad del Estado supone someter a todos los ciudadanos a unas mismas leyes, (isonomía) sin privilegios para los ricos, pero sin ultrajarlos tampoco por serlo. Gobiernan siempre unos pocos —Solón se distancia, tanto de la democracia directa asamblearia, como del igualitarismo social— pero siempre que se reconozca que el triunfo de un partido no es el de la comunidad toda, ni el Estado se identifique con el partido ganador, ni el bien común con las ventajas de los que lo sostienen.

Solón se enfrentó a los demócratas radicales que pedían todo el poder para el pueblo y una distribución igualitaria de la tierra, pero no por ello estaba menos convencido de que, si sus reformas no se llevasen a cabo, sería inevitable la revuelta social (stasis), que engendra siempre la dictadura populista (tiranía). Solón insiste en que “como mejor sigue el pueblo a sus jefes es cuando no va, ni demasiado suelto, ni se siente forzado”.

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