“No somos diablos. Solo nos interesa Dios”
La mezquita de Fata, de considerables dimensiones, es el corazón del salafismo en Túnez
“Ustedes los periodistas y los Gobiernos occidentales nos pintan como diablos, pero no lo somos. A las gentes de hoy solo les preocupa el dinero, mientras que a nosotros solo nos interesa Dios. Rezamos, trabajamos, comemos y dormimos. Somos pacíficos, pero si alguien insulta a Dios o al profeta cruza una línea roja. Eso no lo vamos a consentir. Entonces hay que atacar”, afirma Yusef Lhmer, de 23 años, que vende Coranes y libros religiosos en un puesto en la calle frente a la entrada de la mezquita de Fata, situada en el barrio de Lafayette, en el centro de la capital tunecina. Según Lhmer, fue esa depravada película norteamericana contra el profeta la que causó el incendio de la Embajada y la escuela de EE UU. “Ellos provocaron y se encontraron la respuesta. Hay líneas rojas que no se pueden cruzar”, añade.
Fata, una mezquita de considerables dimensiones, es el corazón del salafismo en Túnez, como revela la proliferación de barbas de sus fieles, aunque muchos tunecinos creen que entre los barbudos hay “muchos oportunistas” que se las dan de salafistas para beneficiarse de los fondos que los integristas reciben de Arabia Saudí y Catar, países empeñados en el proselitismo wahabí suní, que alimentan con la fundación de escuelas coránicas. Enfrentado a Irán, que practica el credo musulmán chií y es el único país de población persa, Riad pretende aglutinar bajo su influencia a todo el mundo árabe, de ahí su poca simpatía hacia los movimientos liberalizadores de la primavera árabe.
Meher Jaber, de 35 años, que se declara salafista, también advierte que no todos los que se han dejado crecer la barba cumplen a rajatabla los preceptos religiosos, como exige esta corriente purista que pretende volver a los orígenes del islamismo (siglo VII de la era cristiana). “Hay muchos infiltrados. Ellos son los peligrosos. Nosotros no somos extremistas. El problema es que el Gobierno de Hamadi Jebali habla con todas las fuerzas menos con los salafistas y nos arrincono como a radicales”, asegura Jaber, impresor de profesión.
Sin embargo, Ennahda, el partido islamista moderado que gobierna en Túnez, y al que pertenece Jemali, es criticado por lo contrario: por no poner coto a un salafismo militante que se empeña en imponer sus códigos morales sobre la sociedad tunecina y que, según los sectores más progresistas, ha desatado una contrarrevolución a la sombra de la revolución que acabó con la dictadura de Zin el Abidine Ben Ali, en enero de 2011. Según Ennahda, solo una pequeña parte de los salafistas pertenece a la corriente violenta que defiende el yihadismo (la guerra santa contra los infieles). Los demás requieren solo que se entable con ellos “diálogo serio” para involucrarlos en el proceso de desarrollo y modernización del país.
Pero en la calle, a escasos metros de donde se desarrolla la conversación con Jaber, estalla uno de esos incidentes que están envenenando la convivencia y la democratización del país por el enorme malestar que desatan entre la población. Una mujer de mediana edad que pasa por la acera es increpada por un salafista por no ir cubierta con el hiyab, el velo o pañuelo islámico, ante la complacencia de los demás barbudos presentes.
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