La provincia canadiense expresa una voluntad de cambio
Los problemas más acuciantes de Quebec, cuyo carácter nacional no está en duda, son la economía y el descontento social
Crisol de diferentes formaciones independentistas, la primera vez que el Parti Québécois llegó al poder, en 1976, provocó una mezcla de inquietud entre los anglófonos y de esperanza entre los francófonos, que forman la mayoría de esta provincia canadiense. Casi 40 años más tarde de aquella primera victoria y dos referéndums independentistas después, ambos fallidos, el primero en 1980 y el segundo en 1995, el PQ sigue provocando profundas ondas políticas, que suelen además cruzar el Atlántico. Es verdad que entonces se produjo una fuga de capitales, empresas y personas fuera de la provincia, pero nada parecido ha vuelto a ocurrir.
“Este resultado electoral ha generado mucha esperanza en algunos y mucho temor en otros”, dijo el entonces primer ministro canadiense, Pierre Trudeau, como recuerda el historiador Jacques Lacoursière. “Pero ante todo hay que destacar una cosa: la democracia funciona muy bien en Quebec y eso es una buena noticia”, agregó. Efectivamente, la democracia funciona en esta provincia de 7,9 millones de habitantes, un 80% de habla francesa y por eso resulta tan brutal y chocante un ataque como el de esta madrugada al grito de “los ingleses se están levantando”. La violencia política no está entre los problemas en Quebec.
Durante décadas, la población francesa sufrió discriminaciones por parte de la mayoría británica de Canadá –un país colonizado primero por Francia y luego, a partir del siglo XVIII, por el Reino Unido– pero eso forma parte de un pasado remoto. La normalización es ahora total y en le Plateau, el barrio francés de Montreal, se encuentran librerías tan buenas como en el Boulevard Saint Germain. Quebec ha tenido problemas en los últimos tiempos y se ha visto envuelta en una larga revuelta estudiantil, pero ya nadie duda del carácter nacional de Quebec. Como dijo Trudeau, la democracia funciona.
El PQ ha vuelto al poder, tras nueve años en la oposición, de la mano de Pauline Marois, que sufrió anoche ese incomprensible –como todos– atentado. Marois, de 63 años, es una veterana del PQ, diputada desde 1981 y, como el propio partido, socialdemócrata. Naturalmente, la independencia ha estado en su discurso electoral pero sin plantear un nuevo referéndum de forma clara (“Lo convocaré cuando sepa que tengo una mayoría”, ha llegado a decir). Ha llegado al poder impulsada por el descontento hacia los liberales el Gobierno desde 2003 y tras la revuelta estudiantil y por ahora plantea sobre todo cesiones de soberanía. El peligro de contagio de la crisis económica desde EE UU es, para muchos quebequeses, un problema mucho más acuciante.
Además, como explicaba hace poco un buen conocedor de la provincia, “cada vez hay más personas en Quebec que vienen de fuera y que no tienen el francés como lengua materna, no tanto como en otras partes de Canadá (en Toronto, el 50% de los habitantes es de origen extranjero) pero es una tendencia. La demografía juega en contra del PQ”. Por ahora, Marois ha planteado una serie de medidas de corte nacionalista para sus primeros 100 días, como una especie de ley de normalización linguística para el uso del francés en los comercios, o transferencias en asuntos como el empleo. Con una victoria tan estrecha y el peligro de que se reactive la revuelta estudiantil en caso de que no empiece a dar respuestas rápidas, Marois tiene poco margen de maniobra y muchos problemas. En esa democracia que funciona, la violencia no debería ser uno de ellos. Tras aquella victoria de 1976, Trudeau manifestó: “Quebec ha demostrado que quiere cambiar de Gobierno pero no de país”. Algo parecido podría repetirse ahora.
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