Una dictadura manifiestamente cuarteada
El atentado en pleno cuartel general damasceno de la seguridad del régimen es una muestra terrible y espectacular de la fragilidad del poder de Bachar el Asad y su clan
Todos los atentados ocurridos en Siria, o supuestamente promovidos en el extranjero por el régimen que tiraniza ese país, tienen una particular dimensión oscura, siniestra, ominosa. No es de extrañar: la espina dorsal del régimen de los Asad han sido y son sus todopoderosos servicios secretos, y estos son maestros en el arte de manipular a terceros, de tirar la piedra y esconder la mano. Si a esto le sumamos el gusto por las teorías conspirativas -la “muamara”- que los sirios comparten con sus hermanos árabes, ya tenemos garantizado un debate interminable sobre quién está detrás del atentado suicida que ha matado en Damasco al general Daoud Rahja, ministro de Defensa del régimen de Bachar El Asad, y también a Asef Shawkat, viceministro y cuñado del mismísimo tirano.
A falta de saber lo que quizá nunca sepamos con una certeza razonable -si ha sido alguna facción yihadista más o menos vinculada a Al Qaeda, algún lobo solitario hastiado de la brutalidad de la represión o, como aventuran los opositores, sectores del propio Gobierno-, lo cierto es que el atentado de hoy en pleno cuartel general damasceno de la seguridad del régimen es una muestra terrible y espectacular de la fragilidad del poder de Bachar el Asad y su clan. Incluso los defensores a ultranza de este poder –y en particular la Rusia de Putin- deberían a empezar a comprender que no tiene el menor futuro.
En la primavera de 2011, al comenzar las protestas juveniles democráticas en Siria, Bachar y los suyos optaron por reprimirlas con mayor ferocidad incluso que la exhibida en Libia por el coronel Gadafi. Desencadenaron contra los opositores no sólo la crueldad de los esbirros de sus servicios secretos, sus fuerzas policiales y sus milicias, sino también toda la potencia de fuego de las mejores unidades de sus Fuerzas Armadas. Eran conscientes de que, a diferencia de Gadafi, tenían sólidos apoyos regionales –el Irán de los ayatolás y el Hezbolá libanés- e internacionales –Rusia y China-. Contaban con que estos apoyos lograrían bloquear los siempre tímidos intentos de la comunidad internacional por detener masivas violaciones de los derechos humanos. Calculaban, además, que la coalición forjada para detener a Gadafi estaba tan atribulada por sus propios problemas –elecciones en Estados Unidos, crisis financiera y económica en Europa- que no tendría la menor gana de complicarse aún más la vida en el avispero próximo-oriental.
Si los análisis del régimen de los Asad fueran más o menos exactos en esto, lo que no previeron es que también iban a contar con formidables enemigos. Para empezar, la valentía y tenacidad del pueblo sirio, cuyas manifestaciones iniciales fueron dando paso a una acción guerrillera cada vez más osada, hasta el punto de que esta misma semana ha logrado llevar los combates al mismísimo Damasco. Y luego, la peculiar coalición de países árabes o musulmanes que, cada cual por sus propios motivos, sostiene a los opositores y guerrilleros rebeldes: una Turquía decidida a no tener como vecino a El Asad, y un Catar y una Arabia Saudí también empeñados en la caída de su régimen. Si a eso le unimos que la rebelión armada, amén de en la frontera turca, ha encontrado una tierra de acogida en el siempre volátil Líbano, ya hace tiempo que el equilibrio de amigos, enemigos y mediopensionistas dejó de ser tan favorable a los Asad.
Esto ha provocado que la alianza interna que ha sostenido al régimen en las últimas décadas también se haya ido desmigando. Formada por los correligionarios aluíes de los Asad, minorías cristianas temerosas de un Estado teocrático islamista y sectores de las burguesías suníes de Damasco y Alepo, esa alianza ya no está tan segura de que Bachar el Asad vaya a terminar sus días como su padre Hafez, en la cama y en el poder. De ahí las deserciones. Comenzaron éstas con soldados y oficiales suníes que se negaban a disparar con ametralladoras y cañones contra sus compatriotas, y han ido extendiéndose a diplomáticos y militares de alta graduación, algunos con estrechos vínculos con los Asad.
En su primera conversación con François Hollande, Putin, según cuenta Jean Daniel en la última edición de Le Nouvel Observateur, se expresó con mucha firmeza sobre la tragedia siria. No quería, dijo el ruso, que una eventual luz ámbar de Moscú a una acción internacional terminara como en Libia, con la OTAN contribuyendo abiertamente al punto final –muy violento en el caso de Gadafi- del dictador. Y temía, añadió, que la caída de Bachar el Asad se convirtiera en un caos para Siria y para Oriente Próximo en el que Moscú viera dañados sus intereses. Pues bien, Putin debiera reflexionar. A la vista de lo que hoy ha ocurrido con el ministro de Defensa, todo es imaginable en Siria. Y, desde luego, la guerra civil y el caos nacional y regional que decía temer Putin ya están ahí.
Que los rebeldes hayan logrado llevar los combates a la ciudad de los omeyas, y que no hayan podido ser desalojados en un santiamén por las fuerzas del régimen, es ya un síntoma de la cercanía del fin. La muerte en atentado de los pretorianos es otro.
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