Castigos colectivos
Merkel, más que pagar por dominar Europa, estaría dispuesta a pagar porque la dejaran en paz
Hay algo profundamente inquietante en las discusiones sobre Grecia: la sospecha de que las decisiones sobre su futuro se van a tomar basándose en ese prejuicio sobre los pueblos, su historia y el carácter nacional que se resume en la frase: “Los pueblos tienen los Gobiernos que se merecen”, es decir, en el convencimiento de que los griegos, no sus instituciones ni sus políticas, sino ellos mismos, son irrecuperables y que, por tanto, deben abandonar el euro. Ese sentimiento es predominante en Alemania, lo que no deja de resultar una paradoja ya que si en algún lugar de Europa se está plenamente legitimado para hablar de lo absurdo de los prejuicios sobre el carácter nacional y demostrar sobradamente cómo un pueblo entero puede sobrevivir al pasado y apartarse de los determinismos históricos, ese lugar es precisamente Alemania.
La Primera Guerra Mundial produjo unos 15 millones de muertos, entre militares y civiles. Alemania comenzó la guerra, y por ello fue sometida a un estricto régimen de reparaciones. Ese régimen era justo y legítimo, pues la responsabilidad por el comienzo de la guerra y la devastación que produjo fue claramente alemana. Sin embargo, la severidad de las exigencias que se impusieron a Alemania chocó con dos obstáculos: uno, práctico, pues como Keynes avisaría y la realidad demostraría, las indemnizaciones arruinaron la economía alemana y crearon el caldo de cultivo psicológico y material para el triunfo del nazismo. El otro obstáculo era de orden moral, pues aunque desde el punto de vista del derecho internacional la responsabilidad del Estado no se extingue con el cambio de régimen o de Gobierno, la abdicación del káiser y el paso a la República significaba que la joven democracia alemana tendría que pagar por el militarismo del imperio y su élite aristocrática e industrial.
El debate sobre las reparaciones y la culpabilidad colectiva se reanudó al acabar la Segunda Guerra Mundial, donde murieron entre 50 y 60 millones de personas, una vez más en un conflicto originado en el irredentismo alemán. Aunque fueron los menos, hubo quienes propusieron volver a exigir estrictas reparaciones a Alemania y también quienes abogaron por cercenar definitivamente sus posibilidades de recuperación económica para que nunca volviera a convertirse en una potencia. Detrás de esas propuestas había un argumento muy claro: la causa de las dos guerras mundiales no se encontraba en el militarismo del Káiser, ni tampoco en la hábil manipulación que Hitler y sus secuaces hicieron de los miedos de los alemanes corrientes en un contexto de aguda crisis económica y social, sino sencilla y llanamente en el militarismo de, precisamente, los alemanes corrientes.
Un argumento polémico y para una polémica que todavía pervive en la historiografía, donde algunos sostienen que es imposible explicar el Tercer Reich sin recurrir, por incómodo que parezca, a la necesaria, voluntaria y entusiasta colaboración con el nazismo de decenas de miles de alemanes. No es ese, sin embargo, el camino que tomaron los Aliados, que decidieron, sabiamente, acotar las responsabilidades del nazismo en sus dirigentes, imputando a 4.850 personas, de las cuales solo 611 fueron acusadas y juzgadas. Por un lado, se juzgó a los 24 líderes más relevantes, de los cuales 11 recibieron condenas a muerte. Y en una serie de juicios paralelos se juzgó a una serie de personas (médicos, abogados, industriales, militares, etcétera) cuyas actuaciones individuales fueron constitutivas de delito.
Una vez acotadas esas responsabilidades, no solo se permitió a Alemania recuperarse, sino que Estados Unidos cooperó activamente en su despegue económico y garantizó su seguridad durante decenas de años. Qué mejor prueba de que los alemanes no eran unos militaristas incurables que debían vivir permanentemente sometidos que la Alemania de hoy, incapaz de asumir compromisos militares en el extranjero ni siquiera, como se demostró en el caso de Libia, contando con el visto bueno del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Y qué mejor manera de demostrar que la pulsión de poder y hegemonía no corre por las venas de los alemanes que el rechazo de Angela Merkel a liderar una unión política en el ámbito europeo pese a las reiteradas peticiones que recibe. Aunque para algunos, detrás de toda esta crisis del euro se esconda la vieja Alemania con pretensiones hegemónicas, la impresión que transmite Merkel es totalmente la contraria: más que pagar por dominar Europa, estaría dispuesta a pagar porque la dejaran en paz. Si una frustración esconde esta Alemania no es la del poder, sino la de que le fuercen a un liderazgo que no quiere.
Si como está previsto, las elecciones griegas de este domingo abren una nueva etapa política, Alemania tendrá que hacerse la misma pregunta que los Aliados se hicieron en 1945: ¿es justo y legítimo, aunque sea legal, que todo un pueblo pague por los errores de sus dirigentes? ¿O son todos culpables y por tanto deben ser castigados?
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