Reivindicación de la parresia
De la crisis se han escrito montañas de papel sin citar apenas a Marx
A los atenienses nuestra democracia les parecería más bien una oligarquía, ya que el principio de representación cuestiona la igualdad de todos los ciudadanos (isopoliteía), sometidos a las mismas leyes (isonomía), que incluye en las instituciones la igualdad en el uso de la palabra (isegoría). A su vez la democracia ateniense nos parece a nosotros poco democrática, ya que, además de excluir a los menores y a los metecos (los extranjeros con domicilio permanente), dejaba fuera a las mujeres y los esclavos, es decir, a la fuerza de trabajo, que suman la mayor parte de la población.
Con todo, la cualidad de la democracia griega que hoy más echo de menos es la parresia, que consiste en atreverse a decir todo lo que uno piensa, arriesgando desde el ridículo, al ninguneo de la opinión dominante, incluido el desprecio, cuando no el odio, de los poderosos. Bailar fuera del tiesto se paga siempre a un alto precio.
Justamente, la falta de parresia explica que a la mayoría de los economistas, y con ellos a sus fieles seguidores los políticos, les haya pasado inadvertido durante casi cinco años algo tan obvio como las consecuencias financieras de la burbuja inmobiliaria. ¿Cómo se explica, por lo demás, que la inmensa mayoría de los economistas no hayan previsto la crisis?
Atreverse a manifestar algo que se salga del marco de los intereses dominantes lleva consigo de inmediato una descualificación que nos condena a la invisibilidad, con un alto coste en prestigio y otras gabelas que pagaríamos de buen agrado, si ello no implicase perder la plataforma pública desde la que poder alzar la voz.
Un ejemplo contundente. Se han escrito montañas de papel sobre la durísima crisis que nos aflige, sin que apenas haya saltado a la palestra el nombre de Marx, el primero que describe las crisis económicas, vinculándolas al modo de producción capitalista. En teoría no podrían existir, ya que la ciencia económica daba por descontado que el mercado acopla la producción a la demanda, pero si se presentan, como en efecto ocurre, se deberían a catástrofes naturales, malas cosechas, disturbios sociales, inflación y subida incontrolada de los salarios, explicaciones que Marx rechaza como la causa de crisis que se repiten periódicamente, todo lo más concede que podrían ser síntomas.
La superproducción, piensa Marx, es la causa última de las crisis, a la que suele preceder un periodo de especulación desmedida que en las ramas más diversas aporta una prosperidad generalizada que impulsa a producir más de lo que puede asumir el mercado. Las crisis estallan en la economía financiera especulativa, para luego extenderse a la economía productiva, pero su causa última es siempre la superproducción, a la que precede un periodo de expansión.
Marx subraya la gran paradoja de que, cuando la mayoría carece de lo más elemental, se acumule una gran cantidad de mercancías invendibles. Habla del “milagro de la superproducción y supermiseria, en la que puede haber superabundancia de productos, aunque a la vez la mayoría sufra bajo la aguda necesidad de los medios de vida más elementales”. La conjunción de salarios bajos y de una enorme producción de mercancías que los altos beneficios impulsan, lleva a que las mercancías tengan que venderse por debajo del coste de producción, que es lo que Marx llama superproducción, que se corresponde con un consumo muy por debajo de la capacidad productiva, infraconsumo.
De las crisis solo se sale llevando a cabo una completa renovación del aparato productivo, destruir para volver a construir, lo que permite al capital volver a obtener beneficios. La crisis finaliza con la recuperación de la tasa normal de beneficio, reestableciendo el equilibrio del sistema. Marx las compara con el vómito de los romanos, hacer sitio para continuar comiendo, así el capitalismo necesita autodestruirse periódicamente para volver a originar beneficios.
No cabe con la brevedad necesaria señalar aciertos y fallos de la primera teoría que se dio de la crisis, el principal error suponer que al final “las contradicciones internas” desembocarán en el fin del capitalismo, ni mucho menos completarla con la teoría de Keynes, que se centró en el domeñar las crisis para salvar el capitalismo. Lo único que ahora me importa subrayar es hasta qué punto la economía dogmática dominante, temerosa de la parresia, se niega a reconocer los hechos más obvios.
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