Trinidad egipcia
El pueblo ha tenido por primera vez desde los años veinte auténtica libertad de elección
Los tres primeros clasificados en las elecciones presidenciales egipcias responden con rara precisión a lo que hoy son las tres almas del país. El candidato oficial de la Hermandad musulmana, Mohamed Morsi, encabeza la lista; le sigue Ahmed Shafiq, general de aviación, último jefe de Gobierno del derrocado Hosni Mubarak; y cierra el grupo —aunque solo los dos anteriores disputarán la segunda vuelta— Hamdin Shahabi, directo representante de los cientos de miles de compatriotas que se alzaron en la plaza de Tahrir contra la dictadura. Son el islamismo moderado, un continuismo maquillado y la revuelta popular, enfrentados en las urnas con porcentajes de sufragios muy similares, de 25% a 21%.
Puede sorprender que con el entusiasmo popular desencadenado por la caída de Mubarak un candidato del Antiguo Régimen como Shafiq haya obtenido tan buen resultado; otro tanto puede decirse, pero en sentido contrario, del islamismo, que arrasó en las pasadas legislativas aunque dividido en diferentes sensibilidades políticas, y se ha tenido que contentar con una concisa victoria; y, por último, la tentativa revolucionaria ya ha hecho bastante quedando en tercer lugar, porque una cosa es desgañitarse jugándose la vida en la plaza cairota y otra elegir gobernante en las urnas.
Todo se ajusta, sin embargo, a la lógica de la situación. Las dos únicas estructuras de poder existentes en el país son la Hermandad islamista y el Ejército entretejido al aparato de poder de Mubarak, y ambas sostenían a sus respectivos candidatos, Morsi y Shafiq. El ex primer ministro contaba, por añadidura, con una quinta columna devocional: el 10% de egipcios que son cristianos coptos, estaban muy satisfechos con la protección que les dispensaba el anterior presidente. La tercera fuerza, popular, amorfa por espontánea, y que por su misma naturaleza no ha entronizado líderes absolutos, queda en un segundo plano desde el que podría pactar con cualquiera: con los islamistas como demócratas, y con Shafiq como fuerza laica. Las Fuerzas Armadas pueden aceptar un sistema que les reconozca capacidad de veto en las grandes decisiones, y que, especialmente, excluya la exigencia de responsabilidades a una milicia que se ha beneficiado más que nadie del régimen cleptocrático anterior. La Hermandad ha pasado por muchas vicisitudes, de la persecución sangrienta bajo el nasserismo (1952-1970), a la tolerancia racheada de Anuar Sadat (1970-81) y, mucho más activa pero solo de facto, del anterior presidente. En las últimas décadas la organización islamista, que se declara vehementemente democrática, ha aprovechado sin el menor reparo a través de sus miembros las oportunidades de enriquecimiento que ofrecía el régimen. La Hermandad ha desarrollado durante esos años una extensa labor de amparo social —como una Cáritas musulmana—, pero ha aceptado los favores del régimen y ha jugado a la política siempre que le han dejado.
Ni Shafiq, ni Morsi son por ello verosímiles como candidatos para desmantelar la amigocracia del mubarakismo. Como dijo el líder palestino Amiz Bishara, la revolución apenas ha hecho que llamar a las puertas del poder, a lo que hoy cabe añadir que el camino a una democracia homologable será tan largo como pedregoso. Pero eso en modo alguno significa que el ejercicio electoral haya sido inútil.
Si hay algún fenómeno contemporáneo que parezca irreversible debe ser este. La vuelta atrás no la propugna ni el más reaccionario de los generales; la dictadura de Mubarak, incluso paternal y compasiva como en ocasiones sabía parecerlo, ya no es viable. Se ha dado un comportamiento electoral básicamente democrático, caucionado por una autoridad tan respetable como la del expresidente norteamericano Jimmy Carter, con un número de irregularidades corriente en cualquier noviciado de democracias. El pueblo egipcio ha tenido por primera vez desde los años veinte, con el auge del partido Wafd (Delegación), que dirigía el gran tribuno Saad Zaglul, auténtica libertad de elección y ha podido sentirse, aunque solo con la modestia que consienten las urnas, copropietario de su destino.
Esa operación electoral está, sin embargo, sujeta a variados interrogantes: que se celebre una segunda vuelta digna de crédito, como está previsto, en junio; y que se aclare qué tipo de Constitución van a adoptar los legisladores: ¿república presidencialista?, como seguramente prefiere la opinión; ¿parlamentaria?, como no desdeñaría el islamismo que controla la Asamblea y probablemente la presidencia. Pero un Egipto en vía democrática será, sobre todo, un gigantesco pedrusco arrojado al estanque de la vida política del mundo árabe, cuyas consecuencias no dejarán a nadie indiferente. Por ejemplo, el gran conflicto histórico de la zona: el contencioso palestino-israelí.
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