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Columna
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Historia de dos Francias

El presidente cesante evocaba Europa como amenaza mientras que el hoy electo lo hacía como esperanza

 A una cierta desorientación de la masa social francesa, las elecciones presidenciales del domingo han venido a añadir una fuerte división en la percepción que ha tenido el electorado de ambos candidatos. Tanto o más que por el líder socialista, François Hollande, los votantes se han movilizado contra el presidente, el liberal-conservador y nominalmente gaullista Nicolas Sarkozy.

Sarko ha perdido porque gran número de lo que habrían sido sus votantes naturales prefirieron en segunda vuelta al confortable Hollande. Los autores intelectuales de la derrota del presidente han sido por ello François Bayrou, cabeza de un centro indefinido, que declaró que votaría por el aspirante; y la jefa del Frente Nacional, Marine Le Pen, a quien la posible debacle de la UMP en las legislativas de junio elevaría a alternativa de Gobierno. La hija del fundador del partido que encuadra la xenofobia francesa no llegó a pedir el sufragio por Hollande, pero con su voto en blanco asestaba un golpe mortal al presidente. Era, por tanto, misión imposible que Sarkozy sedujera a la vez a la templada feligresía de Bayrou y a la Francia del temor al otro de Le Pen. Pero, en ambos casos hacía falta algo más para no votar al hombre del Elíseo; el religiosamente educado centrista y la ultra del depurado lifting de su partido encuentran a Sarko insoportable.

Los votantes del general De Gaulle no despreciaban a François Mitterrand; Georges Pompidou podía resultar algo cargante con su elitismo cultural, pero ya se sabe que en Francia nadie se atreve a hablar mal de la cultura; el impecable Valéry Giscard no era de verdad amado ni por sus correligionarios, pero sí universalmente respetado; a Jacques Chirac la izquierda no acababa de tomárselo en serio, y a ratos tampoco la derecha, pero nadie llegaba a quererle mal.

Es esta la historia de dos Francias —divididas casi exactamente por mitades— de las que una si no ha de helar al ciudadano el corazón, sí que le produce cuando menos un caso de schadenfreude al revés. En el cuadrilátero latino (Portugal, España, Italia, Francia), contrariamente a lo que ocurre con el supuesto sentimiento germánico de satisfacción por la desgracia ajena, se suele ser generoso con el éxito foráneo, pero atroz con el de casa. La canciller alemana Angela Merkel, el íncubo que tanto daño ha hecho a su socio, el presidente descalabrado, seguramente no cae simpática a una mayoría de franceses, pero no hay mayor interés en detestarla. Solo a Nicolas Sarkozy una parte de la opinión aborrece.

Era misión imposible que Sarkozy sedujera a la vez a la templada feligresía de Bayrou y a la Francia del temor al 'otro' de Marine Le Pen.

Ese pequeño abismo entre vencedor y vencido adquiere aún mayor simbolismo en la arena europea. Y no es que la UE haya sido elemento decisivo en la campaña, pero el uso del término Europa dice mucho sobre esa división hexagonal. El presidente cesante evocaba el continente como amenaza mientras que el hoy electo lo hacía como esperanza. Sarkozy abominaba de Schengen con su fiat de libre circulación por los 27 países de la UE, y de una inmigración que se colaba por todas las rendijas de la fortaleza continental, todo lo que se resumía en un obstinado negacionismo de Europa. Hollande, al contrario, desplegaba un universalismo prudente, la ilusión de un futuro basado en la renegociación de esa Europa supuestamente en construcción, pero haciéndola más y no menos política. El primero retorcía hasta hacerla irreconocible la doctrina republicana, quintaesencia de la presencia francesa en el mundo, mientras que el segundo se movía con soltura en el interior de las fronteras intelectuales de la Revolución Francesa. Sarkozy ultrajaba la idea que tiene Francia de sí misma con su exaltación de la riqueza, como un nuevo Avida Dollar, mientras que Hollande lograba dar la impresión de que solo vivía de su sueldo. Era una justa entre albaceas de una mitología nacional, que algo recuerda la que libraron a principios del siglo pasado Seignobos y Mathiez, aunque a quien mejor le habría convenido este último papel era al radical de izquierda Mélenchon, que había prometido sus votos al socialista.

Y donde esa división se hizo más patente fue en el debate televisado, donde el titular argumentaba con la desesperación del aspirante que solo en el ataque encuentra la salud, frente a la fuerza tranquila del que ya se considera presidente. Pero esa cesura en la sociedad no podía quedar sin castigo en un país tan articulado civilmente como Francia. Y el grave precio de su error ha sido la definitiva retirada de la política de Nicolas Sarkozy.

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