Gana el islamismo, siguen las revueltas
Gannuchi ha reforzado su imagen de aperturista pactando con los prgresistas
Ha nacido una nueva marca política: el islamismo moderado. Todo el mundo la celebra como un mal menor. Sirve para respetar los resultados electorales en el mundo árabe. Y para llorar lágrimas de cocodrilo por los errores del pasado (Argelia, 1992-Palestina, 2006). Pero este islamismo moderado que tanto se valora no es otra cosa, y así sería más correcto llamarlo, que un islamismo de sistema, esto es, un islamismo que ha encontrado, salvo en el caso de Túnez, puntos de intersección y mutuo entendimiento, a menudo, poco visibles, con los regímenes que la calle intenta derrocar. Por ello, y pese a que está en condiciones de configurar Gobiernos de elección perfectamente democrática, puede ser un escollo más para el verdadero objetivo democratizador de los árabes: el fin de los regímenes autoritarios, entendidos como entramados político-económicos.
Rachid al Gannuchi siempre ha sido un tipo pragmático. Razón de más para que el régimen de Ben Ali le persiguiera sin cuartel. Lo mismo les sucedió en sus respectivos países a otros activistas árabes de signo civista (el egipcio Ádil Husáin o el sudanés Hasan al Turabi) que en los años ochenta desembarcaron en el islamismo desde posiciones de formación marxista. La suya fue una crítica holística de la dependencia árabe, entendida sobre todo como dependencia cultural. Gramsci humeaba en su discurso. Su islam civista, volcado en la solución local de los problemas específicos de cada sociedad musulmana, les separaba tanto de las versiones ummamistas de los Hermanos Musulmanes (por más que se diga, nunca ha sido este el referente de Ennahda) como de los yihadistas, que hicieron de Occidente su particular campo de batalla. El potencial movilizador de este islam culturalista, contestatario e indigenista era enorme, y así se vio cuando hubo ocasión (elecciones legislativas egipcias de 1989, argelinas de 1991).
Veinte años de clandestinidad y exilio han forjado el capital simbólico de Ennahda, que hoy protagoniza la transición tunecina. Lo que el votante ha valorado en este partido no es su legitimidad islámica, sino la idea de que la libertad se conquista con la lucha política y la búsqueda de justicia social. No se trata, en rigor, de un pago por los servicios prestados contra Ben Ali, sino de una sensación de participación comunal en el cambio. Un buen ejemplo es la manida cuestión del uso del hiyab, que las militantes y votantes del partido llevan o no pero que reivindican en términos de libertad de expresión, sin mayor relación con la sharía entendida como paradigma. Además, Gannuchi ha reforzado su imagen de aperturista pactando un Gobierno con los progresistas de Ettakatol y del Congreso por la República, el partido del presidente, Moncef Marzouki.
En Europa no se es consciente de que Gannuchi se está convirtiendo en un líder que se dirige al conjunto del islamismo. Gannuchi se ha erigido en la voz del islamismo de Gobierno. Así, en plena segunda fase de las elecciones legislativas egipcias, la prensa cairota se hacía eco de sus declaraciones a Foreign Policy sobre el papel que deben jugar los Hermanos Musulmanes (HH MM). En ellas les prevenía contra “aventuras estúpidas”, y hasta se permitía aconsejarles una alianza con sectores tan diversos como los laicos, los cristianos y la misma Junta Militar, que apenas suman un 15% de los votos. Según Gannuchi, el Gobierno “debe representar a todos, no solo desde el punto de vista numérico, sino también cualitativo”. A todos significa “no a los salafistas”, que tienen nada menos que un 25% de los votos.
El camino de las revueltas árabes es largo y no se acaba con las elecciones
Pero Gannuchi es muy rápido y los HH MM aún siguen con el paso cambiado tras las revueltas: durante 80 años han proclamado que su objetivo es el Estado islámico, y en el ínterin se han dedicado a la gestión de un para-Estado de píos musulmanes. Los detalles son muchos pero incluyen la ayuda saudí. La conocida estrategia de los HH MM de creación de estructuras paraestatales (en educación, sanidad, servicios sociales, sindicalismo, banca) estaba concebida para un marco de falta de libertades y oclusión política. Ahora, tras su victoria electoral, afrontan el reto de canalizar la fuerza popular del islam no como utopía opositora o redentora (ese papel se lo han arrogado los salafistas, segunda fuerza electoral y nuevos beneficiarios de los fondos saudíes), sino como referente de gobierno. El guía supremo de la Hermandad, Muhammad Badie, elegido en 2010 tras una aguda crisis interna generacional y programática, manifestaba recientemente al diario egipcio Al Masry Al Youm, en un intento de soltar lastre, que “no existe en el islam el concepto de Estado religioso”, y lanzaba un mensaje tranquilizador a liberales y laicos (lectores de ese periódico) al afirmar una obviedad que se ha convertido en mantra: que Egipto ya es, desde la Constitución de 1923, un Estado musulmán.
Muhammad Badie es un hermano de la vieja escuela. Pertenece a la generación que conoció las cárceles naseristas y que con Sadat y Mubarak pasó del activismo islamista, transformacional, a la reislamización social, pactista. Él y los suyos estaban programados para más Mubarak. El liderazgo de la hermandad lo obtuvo en colisión con las demandas de las bases jóvenes (mayor representatividad generacional y regional, inclusión de mujeres en cargos directivos, transparencia en la toma de decisiones). Con la revolución de Tahrir, el partido exprés de los HH MM, Justicia y Libertad, ha asumido el ideario de los hermanos renovadores. Ha ganado las elecciones y ahora se encuentra con dos Estados con los que negociar: el Estado-régimen sin desmontar de Mubarak y el para-Estado de la propia hermandad. Su capacidad de maniobra es bastante limitada. Su líder, Isam al Aryán, lleva años intentando una aventura política convencional para los hermanos. Pero Badie, el guía supremo, parece más inclinado a una cómoda alianza con las fuerzas del régimen que mantenga la vigencia de la reislami-zación, único material político que conoce. Posiblemente no aspira a otra cosa que a ser el gestor de una prosperidad pía que contenga el avance popular del salafismo. A ello apunta, y no es el único indicio, su sintonía con la Junta Militar para no posponer las elecciones, tal como reclamaban las fuerzas revolucionarias.
Marruecos y Argelia también tienen sus propios islamistas de sistema, integrados y expectantes. En Marruecos, el majzén ha maniobrado a toda prisa. El encargo de formación de Gobierno a Justicia y Desarrollo, al que tras su debut electoral en 2002 ya se etiquetó de moderado, ha dejado al histórico y belicoso Justicia y Caridad en una posición de relativa debilidad. La agrupación del jeque Yasín busca salidas: el anuncio de que se desliga del movimiento 20-F presagia la reconducción de su savia al orden de Palacio, esto es, a la participación majzénica a través de sus tentáculos en Justicia y Desarrollo. Asistiremos a un nuevo episodio de la incompatibilidad entre majzén y democracia.
En Argelia, el islamista Movimiento de la Sociedad por la Paz (MSP), integrado en el Gobierno de coalición, ha anunciado que lo abandona. Su objetivo es reposicionarse ante las elecciones parlamentarias del próximo abril. Propugna una reforma constitucional que ponga coto al presidencialismo. Mientras que el Frente Islámico de Salvación sigue ilegalizado, el MSP trata ahora de maquillar sus nueve años de Gobierno y aglutinar el voto islamista, disperso por la táctica de Buteflika de segmentación del islamismo en diversos partidos.
No hay duda de que algo ha cambiado en el Norte de África. Las revueltas han roto el paradigma, pero no el statu quo. Los islamistas han llegado al poder, pero no es suficiente. Laminado por los regímenes el islamismo civista, tan prometedor, y siendo el salafismo la nada política, el mundo árabe está, con la excepción de Túnez, en manos del islamismo de sistema, componendista y quién sabe si salvador.
Aunque hoy la única redención que reclaman las sociedades árabes es la democratización y el fin de los regímenes. No sin justicia social, una de las demandas más oídas en las plazas. El camino de las revueltas es largo y no se acaba en las elecciones.
Luz Gómez García es profesora de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid.
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