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TRIBUNA
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El estupor de Occidente

Está de moda cuestionar si estamos ante el final de 500 años de ascendencia occidental

Francisco G. Basterra

La aceleración de la historia que nos aturdió en este ya póstumo 2011, potenciada por la instantaneidad de las comunicaciones y el estallido de la conectividad de las redes sociales, no es tan evidente como la percibimos. Iniciamos el año con las revelaciones de Wikileaks producidas por el hacker-editor Julian Assange, destinadas a cambiar las relaciones internacionales, asestar un golpe mortal a la credibilidad de Estados Unidos y abrir una era sin secretos. Nada de esto se ha confirmado y hoy el australiano que iba a cambiar el mundo espera una posible extradición a Suecia, mientras su garganta profunda es juzgada en EE UU por traición y la red captasecretos se ha secado, pasando al olvido. Obtiene el galardón a la historia más sobrevalorada del año.

Rusia nos ofrece también otro ejemplo de la parsimonia de fondo de los procesos históricos. Hace justo 20 años, el 25 de diciembre de 1991, la bandera roja con la hoz y el martillo era arriada en el Kremlin. Gorbachov anunciaba por televisión a los rusos el fin de la Unión Soviética. Hoy, el hombre de hielo del KGB, Vladímir Putin, sigue gobernando Rusia como lo hacían los zares blancos y posteriormente los zares rojos. Moscú nos ha ofrecido la gran sorpresa internacional de fin de año: protestas en las calles con ciudadanos indignados gritando “Rusia sin Putin” y “fin del Gobierno de ladrones”. Aparecen las primeras grietas en la petrocracia rusa, el homo sovieticus aún no ha muerto.

2011 ha sido el año del estupor de Occidente, que asiste pasmado al gran estancamiento económico y la posterior marcha atrás sin poder hacer nada para remediarlo. De las dudas crecientes sobre el mérito del capitalismo liberal, a la vez que ascendía el modelo de capitalismo de Estado eficiente, de partido único, practicado en China, con represión de los derechos humanos. La economía occidental ha vivido peligrosamente, sigue haciéndolo, con la política, impotente, derrotada por los mercados. Unos entes sin cara y ojos, con los extraños nombres de Moody’s, Standard & Poor's y Fitch, juez y parte al mismo tiempo, nos llevaron del ronzal mientras discutíamos si eran galgos o podencos.

Crecen los resentimientos nacionales, que históricamente la UE había enterrado, entre Francia y Reino Unido y entre Londres y Berlín. “Bienvenidos al IV Reich”, titula el popular Daily Mail. Merkel y Sarkozy trabajan en clave interna sin ver más allá de los humores de sus electores. Martin Wolf, en el Financial Times, escribe que podría decirse, “como de los Borbones, que Merkozy parecen no haber aprendido nada ni olvidado nada”. Europa marginalizada, con pérdida de masa crítica e influencia, luchando por la supervivencia de la construcción política de más éxito desde mediados del siglo XX.

Este año ha sido también el de la confirmación de un mundo posestadounidense. El desdibujamiento de la relación transatlántica, que ha aguantado 60 años de orden internacional, es más patente desde la llegada de Obama a la presidencia de EE UU. Opta estratégicamente por reconstruir en el área Asia-Pacífico la misma red de compromisos e intereses que tejió con Europa. Los enormes déficits de la superpotencia, las costosas guerras sin resultados —Irak, Afganistán—, han debilitado a Washington, provocando un repliegue del país sobre sí mismo. Kissinger, pragmático, se pregunta si Washington podrá acomodarse a una reducción de la influencia hegemónica que ha ejercido. Está de moda cuestionar si estamos viviendo el final de 500 años de ascendencia occidental. El pensamiento declinista dibujado por los Spengler, Gibbon y Toynbee vuelve a reeditarse. Nos falta confianza en nuestras propias instituciones.

“Hoy, como a lo largo de la historia, la mayor amenaza a la civilización occidental proviene no de otras civilizaciones, sino de nuestra propia pusilanimidad y de la ignorancia histórica que la alimenta”, escribe el historiador británico Niall Ferguson en su último libro, Civilization (Penguin Press). El despertar árabe, con su primavera, obligará a Occidente a digerir el triunfo del islamismo político, compensado por el fracaso del yihadismo de Al Qaeda con la muerte de Bin Laden. Las clases medias modernizadoras y los jóvenes, subidos a la tecnología, hicieron historia en 2011, sustituyendo a las antiguas clases trabajadoras, que ya no son portadoras de la historia, como relata el historiador Eric Hobsbawm en una entrevista en la BBC. La vieja izquierda quedó al margen. La protesta en las plazas públicas, desde Túnez a Nueva York, pasando por la Puerta del Sol y El Cairo, sirvió para derrocar Gobiernos y condenar el desigual reparto de los costes de la crisis. Mannubia, la madre del joven que con su inmolación desencadenó la revolución en Túnez, explicó perfectamente el fondo de la revuelta. “Mohamed sufrió mucho. Trabajó duro, pero cuando se prendió fuego, no fue porque le confiscaron su carrito de fruta. Lo hizo por su dignidad”.

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