La catástrofe anunciada
El 11 de noviembre pasado, Francia celebró como cada año el fin de la I Guerra Mundial. Fecha que el presidente Sarkozy quisiera transformar en homenaje a todos los muertos de todas las guerras, pues ya no quedan excombatientes de lo que fue el primer suicidio de Europa, como recordaba recientemente el economista y ensayista Jacques Attali. Pero si traigo hoy a colación este aniversario es porque los dirigentes franceses actuales tienen una obsesión: la guerra de 1914-1918. No es que teman que de la crisis actual nazcan las condiciones para una guerra, pero, cada día, tienen la misma pesadilla: un escenario en el que a nadie le interesa la catástrofe, pero nadie la detiene; y esta termina por sobrevenir. Objetivamente, en el umbral de la I Guerra Mundial, ni a Francia y sus aliados y ni a Alemania y los suyos les interesaba la guerra y, sin embargo, tuvo lugar, con la subsiguiente carnicería. Del mismo modo, los dirigentes franceses constatan hoy que ni a EE UU ni a China ni a ninguno de los países europeos les interesa debilitar la zona euro, y aún menos verla desaparecer; pero estiman que cada día que pasa nos acerca a la catástrofe anunciada.
Durante cierto tiempo, era posible considerar que cada episodio de la crisis provocaba un avance como respuesta. Es decir, un esfuerzo de solidaridad. Así, Alemania, al principio reticente, terminó aceptando la creación de un fondo europeo de estabilidad destinado, en principio, a frenar la especulación ayudando a los países atacados. Hoy es posible decir, como hacen los alemanes, que estas respuestas, que van a verse completadas por una unidad presupuestaria —es lo que Angela Merkel, Nicolas Sarkozy y Mario Monti anunciaron en Estrasburgo—, terminarán derrotando a quienes, especialmente en la City de Londres pero también en Wall Street, actúan abiertamente contra el euro.
Sabíamos que los atacantes tenían
en el punto de mira la ausencia de solidaridad dentro de la eurozona
Pero esta visión optimista de una salida progresiva de la crisis, según la cual los europeos terminarán disuadiendo a los especuladores, ya no tiene muchos partidarios en Francia. Al contrario. La impresión es que las reticencias alemanas ante las dos armas que se consideran las únicas capaces de frenar la especulación han hecho que la catástrofe esté cada día más cerca. Así que, por un lado, Francia y la mayoría de los países de la eurozona abogan por la confirmación de la garantía última del Banco Central Europeo y el principio de las euroobligaciones, que permitirían mutualizar la deuda de los países de la eurozona. Por el otro, la canciller sigue inflexible en su negativa de esa doble iniciativa, en nombre del respeto de los tratados que no preveían ningún mecanismo de solidaridad y de una ortodoxia financiera que, para Alemania, sería la única garantía contra el retorno de la inflación.
Alemania tiene razón en un punto: en efecto, hay que sentar las bases de una unidad presupuestaria, que completaría la unión monetaria; pero habría que empezar por aplicar las decisiones tomadas, en especial las del pasado julio. Ahora bien, los Gobiernos dan muestras de una lentitud incomprensible. Casi seis meses después del anuncio de su creación, con un efecto palanca capaz de ampliarlo hasta el billón de euros, el fondo europeo de estabilidad sigue sin estar operativo. En cambio, desde el punto de vista del desarrollo de la crisis, Alemania se equivoca. De hecho, defiende la última ratio, es decir, que solo estaría dispuesta a conceder los fondos si llegásemos a la última fase de la crisis. Es un poco como si los alemanes rechazaran, por principio, toda medicina preventiva y solo aceptaran tratar al enfermo cuando está en las últimas. A este ritmo, cuando precisamente asistimos a una verdadera persecución entre los mercados y nuestros dirigentes, estos últimos siempre llegarán con retraso. En efecto, desde el comienzo sabíamos que los atacantes tenían en el punto de mira la ausencia de solidaridad dentro de la eurozona. Los que estaban convencidos desde el principio de que el euro es una aberración ven en cada negativa alemana la prueba de que no se articulará ninguna verdadera solidaridad, y siguen atacando.
Hay un precedente en la historia de EE UU, cuando Hamilton y Jefferson decidieron que las colonias del Sur aceptaban saldar la deuda de las del Norte, nacidas de la guerra de independencia, y estas aceptaban que la capital de los futuros EE UU quedase situada al Sur, en Washington. Un recordatorio para Angela Merkel y Nicolas Sarkozy. Pero, por ahora, la canciller alemana y el presidente francés, cada uno en sus posiciones, se han concedido una especie tregua: cada cual se abstendrá de toda demanda positiva o negativa. Y es el mismo Jacques Attali quien nos previene: procuremos que esta política de espera no nos lleve a otro suicidio de Europa.
Traducción de José Luis Sánchez-Silva
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