La crisis, el sirviente y la cinta blanca
Los europeos, bajo disciplina prusiana, se están adaptando a un fascismo de baja intensidad
Por una compleja coincidencia de múltiples causas, todas ellas contingentes y fortuitas, Europa vuelve a hallarse ante una incierta encrucijada histórica, que metafóricamente cabe simbolizar con el concurso de dos películas como El sirviente (Joseph Losey y Harold Pinter, 1963) y La cinta blanca (Michael Haneke, 2009). Un parteaguas que en el caso de España se condensa en el clímax de unos comicios tan decisivos como los del 20-N, destinados a reestructurar de raíz nuestro entero sistema político. Pero algo análogo ocurre en los demás países europeos, que con distintos calendarios electorales también se están enfrentando al mismo dilema trágico. Y esa encrucijada se produce por la superposición en tiempo presente de cuatro cambios de ciclo que se realimentan en un mismo plano para entrar en resonancia circular.
¿A qué cuádruple cambio de ciclo me refiero? Ante todo, al cambio de ciclo de la crisis económica, que de ser una crisis de endeudamiento privado ha pasado a ser una crisis de deuda soberana, lo que ha supuesto la súbita inversión de la correlación de fuerzas entre los Estados deudores y los mercados acreedores (a lo que ya me referí aquí en otra ocasión). Una reversión de las relaciones de poder entre el Tesoro público y los intereses privados que resulta perfectamente representada por la película de Pinter y Losey antes citada: lúcida y ácida ilustración de la dialéctica del siervo y el señor imaginada por Hegel, que narra cómo un mayordomo se apodera de la voluntad de su aristocrático amo estimulando y satisfaciendo sus más bajas pasiones. La mejor parábola de cómo nuestro mayordomo, el mercado financiero, se ha apoderado de la voluntad de su señor: nuestros Gobiernos democráticos.
En segundo lugar, al cambio de ciclo estratégico en las relaciones de poder entre los Estados europeos, que desde junio del año pasado han dejado de estar presididas por el principio soberano de no injerencia, consagrado por la paz de Westfalia hace 363 años, para pasar a regirse por el derecho de intervención que se arroga la potencia financiera hegemónica, que hoy es la Alemania de Merkel: la nueva canciller de hierro capaz de imponer a todos una contraproducente política de austeridad fiscal, que ha estrangulado el potencial de crecimiento de los demás países para condenarles a la insolvencia, al desempleo y al empobrecimiento. Esto determina que ya no estemos gobernados por nuestros representantes electos, tampoco por los mercados financieros como se nos deja creer, y ni siquiera por el eje París-Berlín como finge aparentar Sarkozy, sino por la camarilla de Fráncfort que domina el Banco Central Europeo desde el Banco Central alemán.
En tercer lugar, y como consecuencia de todo lo anterior, al cambio de ciclo en las relaciones de confianza recíproca entre gobernantes y gobernados, que han comenzado a invertir su signo para pasar a estar presididas por una creciente desconfianza mutua entre las cada vez más desautorizadas e impotentes autoridades y los cada vez más defraudados e indignados ciudadanos. Pues no se sabe muy bien a quién desprecia más la ciudadanía europea actual, si a las élites económicas que están aprendiendo a sobrevivir a la crisis a costa del sufrimiento popular o a las élites políticas que son sus cómplices en tanto que ejecutoras necesarias, aceptando hacerles el trabajo sucio del ajuste duro en un inútil y patético intento de sobrevivir hasta su próxima pero segura debacle electoral. De ahí la sorda marea de insumisión civil que está emergiendo desde el fondo del océano social europeo, perfectamente ejemplificado por el movimiento español del 15-M cuyo contagioso activismo no ha hecho más que empezar, pudiendo hacer eclosión en cuanto se olviden las mieles del triunfo electoral del Partido Popular.
La socialdemocracia se ha traicionado a sí misma al rendirse ante su rival neoliberal
Y en cuarto y último lugar, pero también como consecuencia de todo lo anterior, al ciclo político de la alternancia electoral, por el cual una nueva hegemonía liberal-conservadora va a sustituir al largo predominio socialdemócrata y cristianosocial que hasta ahora venía gobernando en Europa occidental. Pero no me refiero con ello al ciclo electoral de corto plazo, que arroja mayorías alternantes de signo opuesto, sino al ciclo cultural de largo plazo, que está haciendo emerger por toda Europa una nueva cultura política de neto predominio ultraconservador. El caso español lo ejemplifica muy bien, dado el seísmo electoral que supone el desplome del PSOE y el brutal ascenso del PP. Un PP que todavía presume verbalmente de respetar los derechos sociales, de acuerdo a su origen más autoritario que democratacristiano, pero que bajo su piel de manso cordero comienza a apuntar maneras de austera ferocidad neoliberal. Lo que no es más que un caso ilustrativo de la epidemia de conservadurismo antisocial que está imponiendo su predominio por toda Europa, tras reducir a la insignificancia a la vieja cultura socialdemócrata que mantuvo la hegemonía durante décadas.
Y cabe preguntarse cómo se explica que los electorados europeos, que en las encuestas se declaran progresistas y de centro-izquierda, mostrándose favorables a la igualdad de oportunidades y las políticas de protección social, estén optando hoy por llevar al Gobierno a partidos conservadores, cuyas políticas de austeridad, ajuste fiscal y recortes sociales solo redundan en un crecimiento desmesurado de la desigualdad social. De entre los varios factores que podrían explicarlo, destaca el clima de pánico social ante el alarmismo mediático derivado de la crisis, que induce reflejos condicionados de huida hacia la privacidad del conservadurismo posesivo (“virgencita que me quede como estoy”) o de caída en el populismo xenófobo con deserción insolidaria de todo compromiso cívico. Es la salida (exit) que teorizó Hirschman: un egoísta e incivil sálvese quien pueda que conduce a votar a la defensiva al poder que parezca más fuerte, por injusto que sea o cómplice que se muestre con los verdaderos causantes de la crisis, de acuerdo al cobarde masoquismo del síndrome de Estocolmo. Y un segundo factor evidente es el derrumbamiento del poder de convicción que un día tuvo la socialdemocracia, pero que hoy ha perdido por completo tras traicionarse a sí misma en su completa rendición ante su victorioso rival neoliberal, batiéndose en retirada hacia el precario refugio del elitismo tecnocrático mientras abandona a su suerte a sus cada vez más empobrecidas bases electorales de clase media y asalariada.
Pero aquí quiero apuntar otro factor mucho más insidioso, que puede ser simbólicamente ilustrado por la película La cinta blanca antes citada. Ambientada en la campiña prusiana de hace 100 años, en ella se narra el proceso de domesticación terrorista de unos escolares campesinos que están sometidos al disciplinario ascetismo de un intransigente pastor protestante, y así es como los niños del coro aprenden a modo de perros de Pavlov a caer en las peores bajezas morales, en un anticipo simbólico precursor de los futuros crímenes nazifascistas. Pues bien, algo parecido a esa arbitraria disciplina pastoral es el régimen de espartana austeridad fiscal que los banqueros protestantes de Fráncfort están imponiendo a las clases populares europeas (especialmente a las más pobres, como la griega, irlandesa o portuguesa), marcándolas a modo de metafórica cinta blanca con el estigma colectivo de la insolvencia crediticia. Y así es como el pueblo europeo, sometido a tan estricta disciplina prusiana, está aprendiendo a comportarse con un cierto fascismo cotidiano aunque sea de baja intensidad, lo que conduce a abrazar el conservadurismo posesivo mientras se descarga todo el peso del sacrificio sobre la espalda de los que están más abajo en la escala europea actual.
Enrique Gil Calvo es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
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