Europa(e)
¿Existe una Europa política con capacidad para decidir su propio destino?
A mediados del siglo XVIII, el que domina Voltaire, existía ya algo más que un preámbulo de Europa como escenario intelectual para una comunicación privilegiada entre sus élites. Los europeos —cierto que solo unos millares— poblaban los salones de la aristocracia, viajaban de París a San Petersburgo, y se carteaban en francés. Casi tres siglos más tarde, el número de europeos —todos aquellos que sientan su nacionalidad europea cuando menos tanto como la de su pasaporte—, suma ya unos centenares de miles, puede que incluso algún millón. En el mundo de Voltaire, los que no formaban parte de esa exigua minoría que definía lo europeo, permanecían ajenos a cualquier idea de Europa, lo que contrasta con las extensas clases medias contemporáneas, que tienen muy presente la existencia del Viejo Continente. Las élites volterianas podían crear, aunque solo en circuito cerrado, su propia Europa que era, sin embargo, mucho más real para ellos que la que tratan de edificar los eurócratas de Bruselas, esos primeros europeos en un mundo que ya es de ciudadanos y no súbditos, pero que solo se plantean qué puede hacer Europa por ellos y no ellos por Europa.
Esa Europa(e), presa hoy de una crisis mucho más que económica, sigue imaginándose a través de sus clases medias en sus lenguas nacionales. El inglés, pese a su propagación universal nunca será el latín contemporáneo, una lengua que era de todos y por ello de nadie. Hoy, en cambio, todo el mundo habla inglés, pero raro es el que lo piensa, aunque solo sea porque no sirve para pensar Europa, sino su contrario. En medio de la Babel resultante únicamente aparece un lenguaje común: la economía, siempre instrumentalizada por el egoísmo nacional de los Estados miembros. Y no existe en la UE una fuerza que se sobreponga a ese particularismo. Gran Bretaña no es candidata por su aversión a lo abstracto; Alemania porque vacila a la hora de tirar del carro. Solo queda Francia con tan importantes activos como graves notas al pie. Entre las primeras, sus vigorosas instituciones; entre las segundas, la congénita interrogación de los franceses sobre la decadencia nacional, paradójicamente unida a un exceso de testosterona soberanista. Para De Gaulle la comunidad era en los años sesenta “ce machin” (ese cachivache); y 20 años más tarde para Jacques Delors —que iba más allá de aquel sacro egoísmo—, “un objeto volante no identificado”.
La sequía ideológica en el mundo occidental ha sustituido integración europea por un sucedáneo
El politólogo norteamericano Larry Siedentorp escribía en el año 2000 que la comunidad “no poseía la capa social o unidad de creencia” sobre la que edificar un aparato político coherente, y alertaba proféticamente contra “las fuerzas inexorables del mercado y las élites que han escapado a cualquier control democrático” (Democracy in Europe); las mismas que no quisieron, pudieron o supieron conjurar la devastadora catástrofe financiera, y cuya capacidad normativa sobre el ciudadano es casi inexistente.
La sequía ideológica en el mundo occidental ha sustituido integración europea por un sucedáneo, la cooperación intergubernamental. Y el resultado ha sido un árido economicismo, como si solo importaran las fuerzas del mercado. El fracaso de las élites y el de su parroquia nacional es perfectamente comparable.
¿Pero existe una pulsión, aun telúrica, que una a la mayor parte de pueblos europeos? Para el sociólogo francés Pierre Bourdieu era “la nostalgia de imperio”, lo que solo resultaría aplicable a Francia, España, Portugal, a lo sumo Holanda, y en absoluto a Gran Bretaña, que ha elegido la vinculación atlántica. Y si miramos al Este, con la excepción relativa de Polonia y la República Checa, domina la impronta bizantina, lo que incluye a Grecia, que está mucho más próxima a la Tercera Roma —Moscú— que a la primera. La expansión de la UE al Este, seguramente inevitable, no dejaba por ello de exponer la falla geopolítica que separa las dos Europas.
El británico Perry Anderson (The New Old World) argumenta que a esa Europa(e) le falta una religión civil, como puso de manifiesto el rechazo, notablemente en Francia, de una constitución para la Unión Europea, consulta en la que los que querían más unión y los que querían menos, Delors y De Gaulle, acabaron dándose la mano para ignorar la existencia de una Europa(e) a medio camino entre ambas. Europa o Europe, en la doble versión de sus principales lenguas, es una idea para la que es difícil determinar si ha llegado la hora. Pero hoy Voltaire diría que ha perdido casi todo su atractivo.
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