El Ejército de Honduras detiene al presidente Zelaya y lo expulsa a Costa Rica
Un grupo de militares irrumpe en la madrugada en la residencia presidencial y sacan de la cama a punta de pistola al mandatario hondureño
El presidente de Honduras, Manuel Zelaya Rosales, se creyó que los militares golpistas se conmueven con las declaraciones de solidaridad internacional. Y la noche del sábado, por primera vez en varios días, abandonó la sede de la Presidencia y se fue a su casa a dormir. Se ha despertado con un fusil apuntándole a la cara. Y así, en pijama y con calcetines, un comando de las Fuerzas Armadas lo ha sacado de la cama antes del amanecer, lo ha conducido a una base aérea situada al sur de Tegucigalpa y lo ha trasladado en un avión militar a San José de Costa Rica. Desde allí, flanqueado por el presidente costarricense, Óscar Arias, Manuel Zelaya ha clamado: "He sido sacado de mi casa de forma brutal, secuestrado por soldados encapuchados que me apuntaban con rifles de grueso calibre. Pero yo, hasta las próximas elecciones de 2010, sigo siendo el presidente de Honduras. Sólo me puede quitar el pueblo, nunca un grupo de gorilas".
Tegucigalpa amaneció ayer bajo el control de los militares. Cuando los ciudadanos se despertaron, creyendo que iban poder refrendar o no en las urnas el proyecto de Zelaya de reformar la Constitución, ya los tanques se habían hecho con la situación. La Casa Presidencial había sido tomada por cientos de soldados y, aunque de forma discreta, todos los puntos estratégicos de la ciudad ya estaban bajo control militar. Las emisoras de radio y de televisión dejaron de funcionar, la electricidad fue cortada y los autobuses no salieron de sus cocheras. Poco a poco, los partidarios del presidente se han ido acercando a la sede del Gobierno. Hubo gritos y escarceos, neumáticos quemados y mucha tensión, pero ya no había nada que hacer. Los militares habían llegado para quedarse. Uno de los manifestantes, bajo la atenta mirada de los soldados, ha pintado en la fachada con letras rojas: "Esta es la casa del pueblo. No queremos a militares golpistas. Traidores".
Desde Costa Rica, todavía en pijama, Zelaya ha declarado: "Fui engañado. Los militares me engañaron". Y tenía razón. Porque, desde el punto de vista militar, la operación para capturar y sacar del país al presidente ha sido perfecta, minuciosamente preparada. Todo empezó el miércoles. Ese día, Zelaya anunció por radio y televisión la destitución del jefe de las Fuerzas Armadas, el general Romeo Vásquez, quien se había negado a colaborar en la preparación de una consulta electoral -prevista para ayer domingo- y cuyo objetivo último, según la oposición, era el de allanar el camino para la perpetuación de Zelaya en el poder. Pero el general Vásquez no aceptó su cese y, el jueves, demostró su fuerza y su malestar sacando a sus soldados a la calle. La excusa del militar fue que la obligación del Ejército, más que obedecer al presidente, es hacer cumplir la ley, y que existía una ley -aprobada un día por el Parlamento- que declaraba ilegal el referéndum propuesto por Zelaya. Aquel jueves fue muy tenso en Honduras. El presidente encabezó una marcha a la base militar donde estaban almacenadas las urnas, entró acompañado de una turba y se las llevó sin que los soldados hicieran nada por impedirlo. Incluso se habló de intentona de golpe de Estado, pero conforme fueron pasando las horas la situación se fue calmando.
La noche del viernes, muy tarde ya, el presidente Zelaya recibió a este periódico en su despacho. Se le notaba cansado, pero casi feliz. La reacción de la diplomacia mundial a la intentona golpista fue unánime en su apoyo. No sólo había obtenido el firme respaldo de los presidentes amigos -Hugo Chávez, Daniel Ortega, Raúl Castro...-, sino que la Organización de Estados Americanos (OEA) y muchos Gobiernos europeos -entre ellos el de España, que a través del canciller Miguel Ángel Moratinos telefoneó a Zelaya para expresarle su solidaridad- se pusieron a su lado. En aquella entrevista, el presidente hondureño reconoció dos aspectos clave de su situación. El primero -evidente- era que las instituciones de su país lo habían dejado solo. Ni la Corte Suprema, ni el Tribunal Supremo Electoral ni su propio partido confiaban ya en él y, además, estaban intentando a contra reloj, y de todas las maneras posibles, evitar la celebración del referéndum. Entre esas "maneras posibles" estaba la promulgación de una ley que convertía a la consulta en ilegal, pero también la posibilidad de declarar chiflado a Zelaya e inhabilitarlo para seguir sentado en el sillón presidencial. El segundo aspecto clave, que era el que hacía feliz a Zelaya, era la convicción de que EE UU se había puesto de su parte. Sus palabras fueron estas: "Aquí estaba todo listo para dar un golpe de Estado y si la Embajada de EE UU lo hubiera aprobado, hubieran dado el golpe. Pero la Embajada de EE UU no aprobó el golpe. Y fíjese lo que le voy a decir: si ahora mismo estoy aquí sentado, en la Casa Presidencial, hablando con usted, es gracias a Estados Unidos".
Y ahí estuvo el error de Zelaya. Se creyó que los militares hondureños iban a amilanarse por cuatro declaraciones protocolarias de solidaridad. El presidente se creció y pidió a los militares que se retiraran a los cuarteles. Y fue entonces cuando el general Romeo Vásquez, como viejo zorro, empezó a ganar la partida. Ordenó que las tropas se retiraran, y de hecho el sábado no se lograba ver a un uniforme caqui ni intentándolo con ahínco. El presidente se creyó la estratagema y hasta despidió a los cientos de partidarios que, desde la larga noche del jueves al viernes, habían permanecido junto a él en la Casa Presidencial, haciendo de guardia de corps, de escudos humanos para evitar que los militares entraran a las bravas y se llevaran al presidente. El sábado por la noche se pudo ver a Zelaya en una televisión, organizando en directo los últimos detalles del referéndum, incluso dando públicamente el número de su teléfono celular para que lo llamase quien lo necesitara. Luego se fue a su casa. Se durmió profundamente -algo que no había hecho desde muchos días antes- y se despertó con un fusil en la cara.
Su sorpresa no fue mayor que la de sus simpatizantes. También ellos creían que la de ayer iba a ser una jornada de fiesta, y tal vez por eso tardaron tanto en reaccionar. Hasta muchas horas después no se congregaron a las puertas de la Casa Presidencial, ya tomada por un fuerte dispositivo militar. Allí gritaron, rompieron las ventanas de las garitas y quemaron neumáticos que provocaron una fuerte columna de humo negro. También allí se enteraron de las últimas noticias que se abrían paso entre los rumores. Que también la canciller Patricia Rodas había sido secuestrada, que la familia del presidente estaban oculta en algún lugar de la montaña, que varios embajadores de los países amigos de Zelaya estaban siendo expulsados. Y -aquí está la clave que va a marcar las próximas horas del país?que el Poder Judicial hondureño había respaldado la acción de los militares de "detener y deportar" al presidente. Y que el Congreso, reunido de urgencia, separó a Zelaya del poder por "polarizar a la sociedad" y eligió por unanimidad al vicepresidente de la Cámara, Roberto Micheletti, como nuevo presidente de Honduras hasta las elecciones de 2010. Hubo entonces una palabra que sobresalió repetida entre los gritos de los manifestantes: "¡Traidores!". Y, como impelidos por la rabia, se lanzaron a la tarea de quemar más neumáticos. Pero sólo unos minutos después, la gran tormenta de todas las tardes se presentó puntual a su cita. La lluvia apagó el fuego y los manifestantes se fueron retirando bajo la mirada aliviada de los soldados.
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