De la selva a Bogotá con un rehén
La insurgente Zenaida, que escapó de las FARC con un secuestrado y ahora vive protegida por el Ejército colombiano, explica su peripecia
El Gobierno colombiano insiste en su fórmula: ofrece beneficios económicos y jurídicos para lograr que los guerrilleros deserten y traigan consigo a los secuestrados. Lo repitió el presidente Álvaro Uribe la semana pasada, cuando fueron liberados seis cautivos. Y lo dijo también desde París el canciller, Jaime Bermúdez. Allí, en París, está desde el pasado diciembre Isaza, un insurgente de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) de 28 años que dos meses antes se había echado literalmente al hombro al rehén Óscar Lizcano y, tras una azarosa caminata, lo devolvió a la libertad. Lizcano llevaba ocho años secuestrado en calidad de canjeable.
Los beneficios que ofrece el Gobierno son tan altos que han dado pie a duras críticas. "Envía un mensaje peligroso: el crimen se paga", dicen sus detractores. Olga Lucía Gómez, directora de la Fundación País Libre, que lucha contra el secuestro, agrega: "El Estado no es el que tiene que perdonar; el perdón debe venir de las víctimas". Atahualpa, un ex guerrillero que dejó las armas hace tres años, asegura que la fórmula no dará resultado, entre otras razones porque las FARC han reforzado la seguridad de sus detenidos tras la fuga de Isaza.
"Tengo miedo del futuro, allá uno no sabe cómo es la vida"
Precisamente Isaza y otros tres guerrilleros más que siguieron su ejemplo ya han recibido el perdón ofrecido por el Gobierno, dado que huyeron de la selva llevando consigo a rehenes por los que se exigían pagos millonarios.
Zenaida es una de ellas. El 2 de enero se escapó con Juan Fernando Samudio, comerciante y abogado, que llevaba más de un año en las cárceles de las FARC. "Uno debe aceptar que lleva tiempo haciendo daño como una manera de recompensar lo que delinquió", explica Zenaida a EL PAÍS, en alusión a las críticas.
'Lo único bueno que hice
Mientras habla, juega con sus dedos. Es una mujer de 36 años, de cara alargada y facciones angulosas, como talladas con cincel. Sus ojos son negros, pequeños y hundidos. Engrosó las filas guerrilleras hace 18 años, porque fue la cuota que su familia campesina tuvo que entregar a la insurgencia para "luchar por un cambio para los pobres". Sólo estudió cuatro años de primaria, pero hoy sueña con estudiar administración de empresas.
En marzo de 2008 enfermó de hipoglucemia y pensó que había llegado la oportunidad de salir de la guerrilla; quería hacerlo para reunirse con sus dos hijos, de cinco y 17 años. Pero no fue así, y la obligaron a cuidar secuestrados.
"El secuestro es inhumano", dice, convencida. "Uno los escucha rezar, los ve pegados a la radio escuchando los mensajes que les envía la familia". Es enfática al resumir sus 18 años de vida guerrillera: "Lo único bueno que hice fue traer un secuestrado que estaba sufriendo y mis dos hijos. Lo demás fue tiempo perdido".
Escuchó muchas veces por varias emisoras los mensajes oficiales que invitan a desertar. Pero los comandantes le advertían que eran una trampa, que si se entregaba la matarían. Pensó entonces en dejar a los secuestrados en un sitio donde los soldados pudieran encontrarlos, y ella, escaparse por otro lado. Pero uno de los cautivos le hizo cambiar de idea: si huía sola, tendría dos enemigos siguiéndole los pasos, el Ejército y la guerrilla.
Poco a poco, se ganó la confianza de sus rehenes. Se sinceraba con ellos cuando los llevaba al río a bañarse, cuando les llevaba la comida; a escondidas de sus compañeros, compartía con ellos raciones especiales de galletas o, como ocurrió en diciembre pasado, el whisky que les dieron a los 12 guerrilleros del campamento.
Aún está aturdida en su nueva condición. "Tengo miedo del futuro, allá uno no sabe cómo es la vida". Vive en Bogotá, protegida por el Ejército. Ya ha logrado abrazar a su hijo pequeño y a sus siete hermanos, uno de ellos soldado. Pero las pesadillas no cesan: "A veces pienso que soy de allá, que me tengo que esconder del Ejército". Y no ha dejado de pensar en los dos cautivos que no se arriesgaron a fugarse con ella. Un anciano de 80 años que se sintió incapaz de asumir el riesgo, y otro de 42 años, aunque ella aún no se explica por qué se negó a hacerlo.
Piensa aceptar el ofrecimiento de salir del país... "No se dónde ir...", dice tímidamente. Pero prefiere un lugar donde hablen español y donde pueda estar cerca del mar. Es su sueño desde hace muchos años.

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