Un Irak en guerra y con generadores
Segunda entrega del diario de la enviada especial de EL PAÍS a Bagdad
Me había olvidado de los generadores. Su ruido machacón y persistente evidencia lo poco que se ha avanzado en la provisión de servicios desde la invasión estadounidense en 2003. Incluso, aquí, en Bagdad, apenas hay unas horas de electricidad cada día. De repente, sin previo aviso, se va la luz, se apaga el televisor, deja de sonar la música y de calentar la calefacción. En los hoteles, y en las casas que pueden permitírselo, salta automáticamente el generador y unos minutos más tarde todo vuelve a la vida, con ese murmullo enervante de fondo.
Así que la noche pasada he dormido a ratos, entre que se apagaba el generador y se volvía a encender, con todo el concierto de bips y blups que producen móviles, ordenador y nevera cada vez que se va o vuelve la luz. Me he levantado con una especie de zumbido en la cabeza, como si tuviera resaca, pero sin haber disfrutado otra bebida que el té cargado y dulzón con el que te obsequian los iraquíes.
"¡Qué cara tengo!", he pensado al verme en el espejo. Sólo he tenido que bajar al vestíbulo para reunirme con Abbás, mi chófer, y Sarmad, mi guía por los cambiantes códigos de la ciudad, para comprender que no era la única que había pasado mala noche. En su caso es peor. Los iraquíes sufren esa incomodidad a diario y con el tiempo, el desgaste deja huella en el rostro y en los nervios.
"¡Peor son las bombas y los tiros!", quita importancia Abbás, que en tiempos de Saddam Husein era soldado. Sin duda. Pero sea cual sea la causa, aquí todo el mundo parece diez o quince años más viejo de su edad. Y eso no se arregla hasta que una generación entera pueda dormir tranquila. Sin guerras y sin generadores.
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