¿Dónde está el 'samún'?
Cuarta entrega del diario de la enviada especial de EL PAÍS con sus impresiones sobre la vida en Bagdad

Estoy enfadada. Una vez más he tenido que desayunar uno de esos bollos de pan sintético que son todo miga y no saben a nada. No es que sea una caprichosa. En Irak hay un pan estupendo, el samún, una oblea plana en forma de rombo que venden todas las panaderías del país por el equivalente de 15 céntimos la pieza. Por alguna razón que no alcanzo a comprender los hoteles de Bagdad se han confabulado para no servir samún a sus clientes.
No es culpa de la ocupación. Ya sucedía en tiempos de Saddam. Tal vez a sus esbirros les parecía un pan demasiado modesto. Aunque el dictador tampoco era precisamente una persona refinada. Quizá por eso. Sólo los nuevos ricos desprecian las raíces. Ellos se lo pierden.
Recién salido del horno, el samún es una tentación que no requiere acompañamiento, pero con un huevo duro o con miel y nata, para los más golosos, es un desayuno estupendo. Luego a mediodía se puede rellenar de felafel y ensalada, o bien con lajas de pollo o de cordero. Sin duda, los iraquíes se inclinan por la última opción. Son la gente más carnívora que he conocido en mi vida. Para ellos, una comida sin carne no es comida. Hasta para desayunar les gusta tomarla, sobre todo un picadillo apretado que parece una salchicha sin tripa y que atraviesan con un pincho para ponerlo en la brasa.
Recuerdo que había un sitio de desayunos muy popular junto al departamento de extranjería del Ministerio del Interior, pero ahora ni Abbas ni Sarmad, mis ángeles guardianes, me dejan que vaya. No pensaba desayunar carne. Soy más del sector goloso, pero el té era buenísimo y en los bancos de madera corridos solían coincidir una mezcla de funcionarios y vecinos que eran una mina para los periodistas. Ahora no conviene ir por ahí haciendo preguntas a la gente. Es más prudente hacer citas y encontrarse en lugares discretos. Así que hay menos ocasiones de comer samún.

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