Aquí estamos
La escritora y periodista ofrece desde la capital de Líbano su visión personal sobre la escalada de violencia
Suelo elegir para ir de vacaciones las ciudades que más amo, y aquellas que temo no volver a ver. Mi repentina decisión de pasar unos días en Beirut se vio apoyada por este periódico con un estimulante consejo: "Haz un reportaje para agosto y cuenta cómo se pasa allí el verano". "Así fue como llegué a Beirut la primera vez, en 1987: para informar sobre la paradoja del verano libanés en guerra", respondí. Por entonces el verano era caliente —campos palestinos sitiados, coches bomba, secuestro de extranjeros—, y éste va a serlo de nuevo.
De modo que, 20 años después, estaba yo tomando el sol en la piscina del hotel St. George, pegada al lugar donde volaron a Rafic el Hariri, un pedazo de calle hoy convenientemente reasfaltado y cercado para guardar todos los secretos; un sitio piadosamente bautizado como Rafic Hariri Place. Hay que reconocer que en Beirut te ponen una calle cuando estás vivo y que, cuando te han asesinado, te ponen varias. Pocas horas después, Hezbolá montaba lo de los soldados israelíes, y el futuro ya será historia. Como el pasado. Desde el profundo lugar en donde le mantienen en coma, Ariel Sharon ve cumplidos sus designios. Destruir la resistencia palestina, jorobar a Líbano.
Una temporada turística que se prometía feliz, que ya empezaba a dar sus frutos —el lujoso Movenpick Hotel lleno de saudíes con bungalows que cuestan lo que un piso en Madrid—, los tenderos de Hamra frotándose las manos: "Dicen que vendrán millón y medio de visitantes". El cuento de la lechera que los beirutíes se cuentan para resistir la realidad se ha visto, una vez más, con el cántaro roto. Todavía con las emociones calientes del Mundial de Fútbol, que les había hecho sentirse ganadores, pues con astucia iban reemplazando banderas hasta hacerse con la del ganador.
Se rompió el cántaro. Mientras escribo esto, en mi hotel de toda la vida, Le Cavalier, la gente espera con las maletas hechas los autobuses que les llevarán a Damasco o a Amán —las únicas vías expeditas, al menos en estos momentos—, desde donde tomarán un avión hacia sus países respectivos, o recuperarán la paz de sus hogares en Siria y Jordania. Hoy me han entrevistado para una televisión, cazándome en la calle: mujer extranjera sola que elige quedarse. Formaba parte de lo exótico del día.
He salido a dar una vuelta por los alrededores —conviene no acercarse a los barrios chiitas del sur de Beirut, más fácilmente bombardeables: y además, con sus excitados habitantes celebrando las hazañas de Hezbolá mediante tiros al aire o petardazos—, y he visto a la gente de siempre, más triste y desesperanzada que nunca. Ha vuelto. Se refieren a algo más que los israelíes. Se refieren a la incapacidad de sus políticos, a la inoperancia de un Gobierno que se reúne para decidir que no decide o para determinar —e incumplir— que no se insultarán mutuamente en público. Sólo la extrema gravedad de esta crisis les ha hecho juntarse en consejo de ministros para realizar una declaración que es toda una demostración de esquizofrenia. El Gobierno se desentiende de aquello que hace un partido al que pertenecen algunos de sus ministros. Israel lo tiene fácil. Hezbolá y sus patrocinadores, también.
Pero es la gente la que sufre, la que teme. Y la que agradece que le compres los periódicos, como siempre. Que te intereses por su salud, como siempre. Que te tomes un par de cafés, en donde siempre. De nuevo los nombres de las tiendas, como en las otras guerras ocurría, me ponen un nudo en la garganta: La Vie en Rose, Dernier Crie. Hay una nueva, cuyo nombre, Princess Diane, más bien parece una maldición.
En el hotel, a mi lado, un matrimonio sirio y la tía materna me cuentan que se encuentran aquí para adquirir el traje de novia de su hija y sobrina, No se pueden ir: es carísimo, nada menos que de La Belle Mariée —recuerdo los escaparates rotos, con sus fantasmagóricos maniquíes vestidos de novia, en la Beirut sin luz de las otras guerras— y se lo entregan dentro de dos días. Hasta entonces, habrá que esperar. La chica, Nada, es preciosa. Se casa en un par de semanas. Inshallah.
De momento, en esta zona no se ha ido la luz, pero los generadores están siempre a punto. Y la letanía de los vendedores de cupones de Hamra resulta más certera que nunca: El Yom, El Yom, El Yom. Hoy. Hoy y sólo hoy. La suerte para hoy. Como dice Hassan, afanado en su restaurante: "No pienses. No pienses".
Es el mejor de los consejos. Aquí en Beirut tratamos de seguirlo todos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.