Ir al contenido
_
_
_
_
LECTURAS INTERNACIONALES
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Reconocer a Palestina, una última oportunidad para la paz

El ‘apartheid’ y la limpieza étnica en Israel son una realidad, y el genocidio en Gaza, aun por dirimir en los tribunales, está ampliamente admitido. El reconocimiento internacional de Palestina no bastará para resucitar la solución de los dos Estados, pero puede ayudar a detener la matanza y a negociar la paz

Gaza
Lluís Bassets

Poco después de firmar la Declaración de Independencia en 1948, David Ben-Gurión, su legendario fundador y primer ministro, sintetizó en una frase la dificultad que entrañaba la construcción de un Estado para los judíos: “Nadie sirve a los pueblos los Estados que reclaman en bandejas de oro”, sentenció ante la dirección del socialdemócrata Mapai (Partido de los Trabajadores de la Tierra de Israel). Según su biógrafo, el historiador Tom Segev, “esperaba que los ejércitos de los países árabes vecinos invadieran Israel para destruirla, creía que los israelíes podían vencer y confiaba en su propia capacidad para llevarlos a la victoria, pero pensaba también que los costes serían muy elevados”. Pero finalmente veía “el establecimiento del Estado como ‘la recompensa por la matanza de millones de judíos’ en el Holocausto”.

Tal idea, cruda y lúcida expresión de realismo político, quizás tenga alguna actualidad para los palestinos. Nadie les regalará el Estado que demandan, tal como demuestra la larga historia de su reivindicación desde 1948, el altísimo y por el momento inútil precio pagado en sangre, destrucción y dolor, y la creciente degradación del marco jurídico e institucional internacional que todavía sostiene sus derechos, los individuales a la vida, la salud, la educación, la propiedad o la vivienda, y los colectivos a la autodeterminación de la nación palestina sobre los territorios de Gaza y Cisjordania. Si la reflexión de Ben-Gurión sobre la experiencia del pueblo judío fuera de validez universal, habría que deducir que cuanto más cerca se hallen los palestinos de su aniquilación más se aproxima el momento crucial en que las matanzas sufridas puedan recibir la recompensa del Estado anhelado.

La desgracia les ha acompañado desde que empezó la descolonización al término de la Primera Guerra Europea. Son un pueblo paria, surgido en el siglo XX como reacción al asentamiento en sus tierras del que había sido el pueblo paria por excelencia durante siglos. A las diferencias de riqueza, nivel de desarrollo y preparación política y cultural de la población palestina respecto a los judíos europeos, que fueron llegando en sucesivas oleadas, hay que sumar sus liderazgos defectuosos, sus limitados apoyos internacionales y las equivocadas apuestas estratégicas resultantes. El movimiento nacional palestino ha jugado siempre las peores cartas, desde el nazismo con el que se alió su máxima autoridad en la época de entreguerras, el gran muftí de Jerusalén, Haj Amin al-Husseini, pasando por el patronicio del pannacionalismo árabe laico y de la Organización para la Liberación de Palestina por parte de la Unión Soviética durante la Guerra Fría, hasta el actual padrinazgo del militarismo islamista de Hamás por la dictadura islámica y clerical iraní.

Desde la impugnación de la partición de 1947, cuando la Asamblea de Naciones Unidas dibujó el mapa para la creación de un Estado árabe al lado de otro judío, los dirigentes palestinos han cumplido a rajatabla la proverbial observación de Abba Eban, ministro de Exteriores de Israel entre 1966 y 1974, cuando señaló que “nunca perdían la oportunidad de perder una oportunidad”. Hasta llegar al punto actual de extrema debilidad, con escasas alternativas tanto a la actual hegemonía de Hamás como a la anterior de la Organización para la Liberación de Palestina. Hamás solo es un peligro para los propios palestinos, sometidos a su dictadura desde hace casi 20 años, a los que utiliza como escudo y cantera para sobrevivir políticamente, ya que militarmente ha dejado de tener relevancia. La Autoridad Palestina, inepta, desprestigiada y corrupta, no cuenta para nada.

El movimiento armado islamista sirve incluso de perfecta coartada al Gobierno de extrema derecha de Netanyahu para proseguir con la destrucción de la Franja hasta conseguir el éxodo de su población entera, satisfacer sus ansias expansionistas y mantenerse políticamente vivo. Su cúpula militar ha sido enteramente descabezada. Apenas quedan armas y túneles en sus manos. Mientras tanto, Israel sigue ampliando el radio de su hegemonía militar hasta límites impensables hace apenas unos meses. Hezbolá ha sido neutralizado en Líbano. El régimen de Assad ha dejado de existir, sustituido en Damasco por un débil Gobierno, incapaz de controlar su territorio e impedir que Israel le quite un pedazo más del Golán. Hasta el vociferante Gobierno hutí de Yemen ha sido descabezado por Israel. Por no hablar de Irán, atacado por Trump en una espectacular exhibición de fuerza y de tecnología.

Durante sus casi 80 años de vida, Israel ha atravesado incólume todos los cambios geopolíticos sin ceder en nada sustancial a los palestinos. En cada ocasión ha obtenido, en cambio, más y más territorio. Hasta llegar al terremoto trumpista, que le ha regalado el mayor amigo que haya tenido en toda su historia en Washington. Si pocos y suaves han sido los reproches de Trump a Putin por sus persistentes bombardeos sobre las ciudades ucranias, ninguno le ha dedicado a Netanyahu por el cerco del hambre, la matanza de niños y mujeres, su desprecio por los rehenes y su rechazo a las treguas. Al contrario, le ha venido prestando su protección a través del veto en Naciones Unidas, sus represalias contra la justicia internacional por la persecución de los crímenes de guerra isarelíes, la represión de las protestas contra la guerra de Gaza, la denegación de visados para viajar a Estados Unidos a las autoridades palestinas y, por supuesto, el permanente suministro de cuantas armas ha necesitado, incluso en detrimento de Ucrania. Para Netanyahu, al igual que para Putin, Trump es una bendición del cielo tras la presidencia amistosa pero menos complaciente de Joe Biden.

Gracias a la guerra de Gaza y su lenta extensión a Cisjordania, el cambio geopolítico está afectando a la naturaleza misma de Israel y de su sistema democrático. Convertida en una superpotencia militarista y nuclear dominante en el entero Oriente Próximo, cree tener a su alcance la anexión de todos los territorios del Gran Israel bíblico. Una extraña sintonía con los autoritarismos ascendentes y con las extremas derechas europeas y americanas, concordes todos ellos en el rechazo del multilateralismo y en el desprecio del derecho internacional, alcanza incluso a Rusia, a China y, por supuesto, al entorno autoritario árabe. De la mano del trumpismo, se ha convertido en un socio internacional incómodo y perturbador que divide a los europeos y bloquea Naciones Unidas.

Según Richard Haass, destacado consejero internacional de George W. Bush, la sentencia de Eban “se aplica ahora a Israel”, que “nunca en su historia ha contado con mayor seguridad” ni mejores condiciones para hacer la paz, acogerse a la fórmula de los dos Estados, apoyar una Palestina desmilitarizada, obtener a la vez el reconocimiento de todos los países árabes y contar con fronteras seguras por primera vez en su historia. Netanyahu rechaza este camino y prefiere seguir con la guerra, aunque desaire a la candidatura de Trump para el Nobel de la Paz. Descarta por supuesto cualquier idea de Estado palestino, que considera un premio al terrorismo de Hamás. Acusa de antisemitismo a quienes lo apoyan, y persiste en buscar una victoria total, probablemente imposible, que conduce a una guerra sin fin y a la siembra de resentimiento para cien años más de militarismo y terrorismo.

Los palestinos, en cambio, desde el abismo en el que les ha hundido la guerra entre Hamás y Netanyahu, han suscitado una ola de solidaridad que ya alcanza a gobiernos de los países con asiento en el G-7 y en el Consejo de Seguridad, como Canadá, Reino Unido y Francia. Este mes de septiembre, en la sesión anual de la Asamblea General de Naciones Unidas, serán ya más de 140 sobre 193 los socios de Naciones Unidas los que reconocerán a Palestina. Si al Consejo de Seguridad llega la propuesta de su admisión como país miembro de pleno derecho de Naciones Unidas se encontrará con un solitario veto, el de Estados Unidos.

Trump y Netanyahu, durante un encuentro en la Casa Blanca, el pasado mes de abril.

A pesar de todo, por extenso que sea el reconocimiento, no tendrá efectos inmediatos. Un Estado existe porque otros Estados le reconocen como tal. Y ni siquiera esto basta. Es una condición necesaria, pero no suficiente. El Estado no surge automáticamente, si no hay un territorio delimitado, una población identificable y el control de una Administración. Palestina lo tiene todo, pero nadie controla nada, de forma que el reconocimiento obtenido por su Gobierno no pasaría de simbólico. Permite un razonamiento cínico como el de José María Aznar: “No se puede reconocer lo que no existe”. En realidad, se le reconoce para que exista.

Un único argumento fáctico se opone a la existencia de Palestina como Estado soberano. No es moral ni jurídico, probablemente todo lo contrario, y solo es político en el sentido en que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Bajo la razón del más fuerte, hoy más vigente que nunca, Palestina solo tendrá el reconocimiento suficiente para existir como Estado independiente el día en que así lo permita el Gobierno de Israel. Lejos se atisba tal horizonte, vista la composición del Parlamento, cada vez más escorada hacia el nacionalismo radical y expansionista, y de los gobiernos que lo eligen, ahora el más extremista de la historia.

Basado en la fuerza, acaparada y concentrada en manos de Israel y Estados Unidos, este solitario argumento anula cualquier otro, especialmente en el sombrío y violento mundo multipolar en el que nos estamos adentrando. La idea de una negociación equilibrada con un resultado justo en la resolución del contencioso pudo subsistir mientras Estados Unidos participaba y contribuía al sostenimiento del orden internacional liberal y de sus instituciones, aún a pesar de las múltiples exenciones que imponía por la fuerza de los hechos para sí mismo y para Israel cuando sus intereses podían verse vulnerados.

Son estos “hechos sobre el terreno”, resultantes de la política de la fuerza y plasmados en el mapa de los territorios palestinos, los que mejor reflejan las dificultades que tiene por delante el Estado palestino. Gaza ha sido ocupada y destruida en un 80% del territorio. Cisjordania se halla cuarteada por muros, colonias, controles militares y carreteras prohibidas, y pronto quedará dividida en dos segmentos incomunicados y separados de Jerusalén Este, la capital vocacional de Palestina, internacionalmente reconocida como tal.

La extrema derecha ultranacionalista sueña en un Israel sin palestinos. Ahora tiene Gaza a mano, gracias al resort turístico que Trump ha propuesto como alternativa al Estado palestino. Luego será el turno de Cisjordania, donde se multiplican las provocaciones y los incidentes violentos, y está a la orden del día la expulsión de palestinos, el asedio y ocupación de sus campos de cultivo y la destrucción de sus propiedades. La gazificación que está en marcha en Cisjordania podría terminar con la limpieza étnica prácticamente completa de Israel.

Del reconocimiento no saldrá por tanto el Estado palestino, por más resoluciones que apruebe Naciones Unidas. Si acaso servirá como un instrumento de presión para que cese la matanza y se abra el sendero para la paz. También como apuesta por el multilateralismo, la justicia y el orden internacional, imprescindibles para mantener la credibilidad de la comunidad internacional y en especial de la Unión Europea frente a los autoritarismos militaristas de Rusia y de China.

Respecto a Israel, todos los tabúes han caído de golpe. El apartheid y la limpieza étnica son una realidad. El genocidio, a falta de la prueba jurídica final de una condena en los tribunales internacionales, está perfectamente establecido, admitido y señalado, incluso por la propia opinión israelí de extrema derecha, que defiende como legítimas y saludables las acciones militares que se tipifican como tal delito, aunque rechaza escandalizada su ignominiosa denominación y carga la culpa entera sobre Hamás.

El Estado fundado por Ben-Gurión está sufriendo una mutación que hace temer por su futuro y el de su democracia. “Si tuviera que escoger entre un Israel pequeño con paz y un Israel más grande pero sin paz, prefería el primero”, sentenció el padre de la patria. Sus palabras respecto al sufrimiento de los judíos bajo el nazismo son un espejo en el que podemos mirarnos ahora: “Me siento feliz de pertenecer a un pueblo que ha sido masacrado y no a los que nos masacraron o lo contemplaron con indiferencia”. Nadie en Oriente Próximo, ni israelíes ni palestinos, podría repetir hoy estas palabras, que exigen como corolario el final de la guerra y la paz a través del mutuo reconocimiento de los dos Estados sobre la misma tierra compartida.

Para leer más

Richard Haass 
‘A Palestinian State Would Be Good for Israel’ 
Foreign Affairs, 3 de setiembre, 2025.

Emmanuel Macron 
‘Letter to Benjamin Netanyahu’ 
Le Monde, 27 de agosto de 2025.

Tom Segev

State at any cost. The life of David Ben-Gurion

Nueva York, Farrar, Straus and Giroux, 2019. 

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).
Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_