¿Por qué todo parece lo mismo en todas partes?
Las comunidades cerradas de internet y las plataformas nos ofrecen un universo accesible, aspiracional y cada vez más clónico. Y, siguiendo el dictado de los “me gusta”, los algoritmos borran las diferencias e identidades y nos transforman en usuarios pasivos. ¿Estamos perdiendo personalidad?


El mundo se va pareciendo más a sí mismo. Hay casas en Nueva York, Madrid, Ciudad de México y Copenhague que se asemejan: cada vez hay menos edificios icónicos y las fachadas de las nuevas viviendas son, casi siempre, blancas y negras. En el interior, los muebles presentan un diseño similar, los colores son neutros y blancos y parece que allí no viva nadie. Hay jóvenes paseando por la calle con atuendos parecidos, llevando las Adidas Samba, una camisa oversize, unos pantalones de traje largos hasta el suelo e, incluso, los outfits raros son el mismo tipo de outfit raro. Todos comparten un estilo que hace pensar: “Esto yo ya lo he visto antes”.
Su lenguaje, sus gestos, su forma de hablar parecen coreografías. Hay rostros cuyos rasgos podrían haber nacido de las manos del mismo cirujano porque existen cánones en la cirugía estética como la llamada “cara de Instagram” (como explicaba la periodista Jia Tolentino en The New Yorker) o la belleza de Gangnam, que define el ideal estético coreano. Da igual el país de origen o la etnia, los pómulos tienden a ser grandes y altos, los ojos se alargan hasta la sien en forma felina, la nariz es pequeña y respingona y los labios gruesos y carnosos. Los logotipos se han transformado en una línea sencilla pero segura, las páginas webs se diseñan para una compra recomendada y eficaz, los cafés de especialidad se reproducen en todas las capitales del mundo con sus alicatados blancos y sus mostradores de acero. “¿Qué pasaría si esta homogeneización aparentemente accidental (y generalmente lamentada) fuera un proceso intencional, un movimiento consciente que se aleja de la diferencia hacia la similitud?” —se pregunta el arquitecto Rem Koolhaas en La ciudad genérica (GG mínima)—, “¿es la ciudad contemporánea como el aeropuerto contemporáneo: ‘todos iguales’?”. ¿Por qué cada vez sentimos que todo es lo mismo en todas partes?
En su ensayo Realismo capitalista (2009, Caja Negra), el pensador Mark Fisher ya advertía que internet incentivaba la formación de comunidades de solipsistas, de “redes interpasivas de ‘mentes como uno’ que lo que hacen es confirmar más que desafiar los prejuicios y presupuestos de cada uno”. En lugar de utilizar el espacio público online para intercambiar y confrontar puntos de vista diferentes, se han conformado de manera autómata una serie de microcircuitos donde no tenemos que encontrarnos con nada ni nadie a quien no queramos encontrarnos. Los grupos de presión de internet han logrado edificar una serie de corrientes populistas “dedicadas a atacar y perseguir todo lo que no sea anodino y mediocre”, comenta por videollamada el escritor y periodista Kyle Chayka, autor de Mundofiltro: cómo los algoritmos han aplanado la cultura (Gatopardo Ediciones). Los algoritmos se configuran para premiar aquello que recibe más “me gusta”, más clics, más seguidores y logran que lo popular y “lo más gustado” predomine mientras que lo original, alternativo o diferente acaba escondido en los recovecos de la web.
Uno de los momentos clave de la era de internet fue el día en el que Facebook implantó, en 2009, el botón de “me gusta”, explica Chayka en Mundofiltro. Gracias a este botón, las empresas podían saber qué interés tenía un usuario por un contenido o producto determinado para poder ofrecerle, directamente, lo que el usuario buscaba. Además, con esto, el usuario experimentaba un sentido de “colectividad digital” al conocer qué cosas les estaban gustando a los demás o cuáles recomendaban. Poco a poco los algoritmos han ido multiplicándose, condicionando y afectando a nuestra creatividad. Modelan el gusto porque, como usuarios, no buscamos lo que de verdad nos gusta, sino lo que está de moda, como esa mochila que le pedíamos a nuestra madre porque la llevaban todos los niños del colegio. “Te gusta lo que se supone que tiene que gustarte”, remata Chayka. Y lo que suele gustar a la mayoría tiende a ser lo fácil, lo que no es estrambótico ni se sale de la norma, lo minimalista, lo bello por antonomasia, lo sencillo, lo que no llama la atención.

Elegimos no tener elección y dejamos que nuestra decisión la tomen los algoritmos de recomendación. El de Netflix, sin ir más lejos, organiza a los usuarios en más de 77.000 “comunidades de gusto” que dirigen a categorías tan concretas como: “películas intelectuales francesas de arte y ensayo” o “dramas emotivos de guerra basados en hechos reales”. De esta forma, los algoritmos nos llevan de la mano hacia un mundo suave, accesible y aspiracional. Nos protegemos con lo pueril: la decoración en tonos neutros, la tecnología minimalista, las películas populares, el estilo de vestir básico o las imágenes aesthetic (es decir, visualmente atractivas). Incluso lo raro o diferente está estandarizado y etiquetado de forma conjunta, por eso películas como Napoleon Dynamite u ¡Olvídate de mí! (así se tituló en España Eternal Sunshine of the Spotless Mind), que son extrañas pero, a la vez, mainstream (populares), aparecerán en el mismo baúl de sugerencias en Netflix o Filmin, y Spotify agrupará a artistas como Laurie Anderson, Aphex Twin e Imogen Heap en una lista titulada Weirdcore Mix (es decir, “mezcla de estética rara”).
Homofilia algorítmica
Las plataformas digitales dominantes como TikTok, Instagram, X, YouTube o Netflix generan una cultura homogénea y muestran el contenido de un grupo ideológico, cultural o social específico. Provocan el encuentro entre usuarios similares que acaban conformándose en grupúsculos digitales en el que los individuos, gracias a la mano invisible de los algoritmos, interactúan solo con personas, formas de pensar y marcas que sean afines. Es lo que se conoce como homofilia algorítmica.
El filósofo Toni Navarro, especializado en género y tecnología, explica por correo electrónico que la homofilia algorítmica alude al modo en que la arquitectura de las plataformas digitales —es decir, su propio diseño y la programación de los algoritmos que las rigen— logra “el consumo de contenido alineado con nuestros gustos e ideas y lo que conocemos como las ‘cámaras de eco”. En el terreno estético se traduce en una cultura genérica, insípida y conformista —tal y como afirmaba Kyle Chayka—, y en el político, Navarro señala fenómenos como la polarización ideológica, el auge de las nuevas derechas o el incremento de las violencias machistas digitales.
Esta homogeneización u homofilia algorítmica da como fruto la unificación de gustos estéticos, culturales o políticos simples, pero también logra modelar la identidad. “No deberías querer ser único, sino que deberías querer ser genérico”, decía Koolhaas. Y Chayka amplía esta reflexión: “Deberías querer circular por el mundo de la manera más fácil y familiar que sea posible”. Lo que provoca la pérdida o pulimento de las patrias, la herencia y la identidad. Algo que ya advertía el filósofo y sociólogo Jean Baudrillard cuando hablaba del concepto de “hiperrealidad”. En él, la realidad es reemplazada por un simulacro, de manera que enmascara y desnaturaliza una realidad hasta el punto en el que no se puede distinguir entre lo real y lo irreal. Lo que existe y lo que no.
Internet recoge las referencias culturales e identitarias, las fagocita y las reconvierte en fast food: productos que resuenan a algo puro pero que son sólo un licuado accesible. “Estas plataformas digitales borran la identidad y fomentan la distribución instantánea de esa tendencia o modelo en todas partes”, apunta Chayka. Y pone de ejemplo a la artista Rosalía y cómo factura su propia versión del flamenco. Los palos, las palmas, las raíces acaban diluidas en un artículo comercial que, aunque bebe de la herencia o de la propia identidad de la artista, acaba constituyéndose como un producto que forma ya parte de la herencia global, de una cultura digital globalizada.
En contra de las ‘red flags’
En internet nos encontramos con aquello que nos es afín más allá de nuestro entorno social inmediato. Por eso una señora de Wisconsin puede escuchar el flamenco de Rosalía y sentirse apelada, pero no con su vecino más cercano que viste un peto vaquero largo y vota a Trump. Los algoritmos filtran el mundo que nos rodea para que podamos encontrarnos rápidamente con las personas que comparten nuestros mismos gustos, estéticas, intereses y hábitos y que coinciden, además, de una forma muy muy específica. Solo hay que pasar un rato en Reddit para encontrar foros tan extravagantes como r/BreadStapledToTrees (fotos de rebanadas de pan grapadas a árboles). Así, por un lado, es más fácil detectar y clasificar a la gente con la que compartimos gustos e intereses, pero, por otro, nos hacemos más pasivos y, por tanto, más intolerantes con las diferencias.
Una forma de entender cómo el algoritmo ha afectado negativamente a nuestra forma de relacionarnos fue la aparición del concepto de red flag (bandera roja). Este término comenzó a popularizarse a finales del siglo XX para referirse a patrones de conducta problemáticos o tóxicos, sobre todo, en el ámbito de las relaciones afectivas. Hoy en día, red flag se utiliza para señalar cualquier comportamiento que, en primera instancia, puede parecer pernicioso. De ahí que, si buscamos personas, imágenes, textos, opiniones u obras que se ajustan perfectamente a nuestro marco de referencia, entonces seremos menos tolerantes con aquello que se encuentre fuera de ese marco. “Y así es como se fomenta la cultura de la red flag”, dice Chayka, “si hay alguna señal de alerta en la otra persona que no casa con nuestra forma de ser o de entender el mundo, pasamos a la siguiente persona en la búsqueda de alguien que no tenga señales de alerta para mí y mi marco referencial”.
La búsqueda de “lo raro”
El conocimiento y el aprendizaje siempre se da por una confrontación con lo nuevo. Lo explicaba también Fisher en Lo raro y lo espeluznante (Alpha Decay). El encuentro con lo raro, con lo extraño, tiene una función cognitiva o epistémica que tiene que ver con desmontar todo lo que presuponemos o sabemos de antemano. Nuestra experiencia cambia al encontrarnos con algo que sacude lo “ya conocido”.
Pero ¿cómo romper esta hegemonía? ¿Cómo evitar que nuestros gustos, intereses o, incluso, nuestra propia identidad se parezcan a los de “todos los demás”? Los algoritmos tienen el carácter de una gelatina chiclosa que se cuela por todos los recovecos y, cuando se endurece, es difícil despegársela de encima. Chayka propone explorar entre aquello que no es popular ya que las cosas más raras de “Mundofiltro”, las que no tienen una gran audiencia o no obtienen muchos “me gusta” en internet son las más difíciles de encontrar. “Tienes que buscar luchando en contra de tus impulsos”.
La investigadora y antropóloga Valeria Mata, autora de Plagie, copie, manipule, robe, reescriba este libro (Ediciones Comisura), anima, en una entrevista por videollamada, a ir un paso más allá y a pensar en lo no-creado para fomentar los procesos imaginativos. “No creo que sea tanto un problema de sobreabundancia o de exceso, sino de distribución, es decir, hay mucho que todavía no se ha imaginado”. Mata propone buscar una imagen relacionada con la “inteligencia artificial” en internet. Los resultados que mostrará la web probablemente serán similares a un compendio de cables azules, robots y ecuaciones matemáticas porque tenemos identificado que las representaciones que definen la inteligencia artificial son esas y nada más allá.
Romper con el dogma cultural y el imaginario colectivo que está controlado y dirigido, en gran parte, por los algoritmos digitales, no es una tarea tan fácil. Sentimos alivio con la norma. De ahí que Mata plantee favorecer el juego entre máquina y persona para buscar la colaboración y las alianzas con la tecnología y así dejar de sentir que las redes sociales, las páginas webs y las tiendas digitales nos controlan el gusto y la vida. A estas propuestas de Valeria Mata se le suman las de Toni Navarro: “Debemos ser capaces de establecer formas de relación más allá de lo familiar o lo igual: lo que podríamos llamar ‘una solidaridad sin semejanza”.
¿Cómo encontrar esta “solidaridad sin semejanza” fuera de la homogenización algorítmica? El colectivo Laboria Cuboniks adoptó el término xenofeminismo para investigar y debatir sobre nuevas formas de reapropiación de los usos tecnológicos para, así, crear sistemas propios que favorezcan nuestros intereses y necesidades. Su Manifiesto xenofeminista se centra, sobre todo, en “la búsqueda de un futuro en el que la realización de la justicia de género y de la emancipación feminista contribuya a una política universalista”. Y esa idea de lo xeno se ha ido extendiendo a otros campos de la investigación, como puede ser el de la xenofilia algorítmica, que nos permite salir de los filtros burbuja, o el de lo xenovisual y la posibilidad de imaginar diferente.
“Y eso es un poco lo que nosotras, a través de las imágenes, queríamos hacer”, explica el colectivo Xenovisual Studies en un encuentro en la Nave 16 de Matadero de Madrid. Actualmente, Xenovisual Studies son Pilar del Puerto, Esther Rizo, Mar Osés, Andreas Daiminger y Aníbal Hernández, aunque sus componentes van variando. En su primer proyecto generaron con inteligencia artificial 18.000 imágenes de cuerpos que rozaban los límites de lo que entendemos por cuerpo: trozos de carne reubicados de forma extraña, imágenes de una colonoscopia, manos flotantes, etcétera. “La finalidad era poner estas xenoimágenes a disposición del público para que pudiese, de nuevo, entrenar algoritmos con estas imágenes raras y convertirlas en una fuente para otra cosa”. Así, si buscas “inteligencia artificial” como decía Mata o “cafetería de especialidad”, el resultado no tiene por qué ser el mismo. Ni tampoco el habitual.

El colectivo está preparando un encuentro colaborativo con una mesa camilla como centro de la performance bajo el que se encontrará un ordenador a modo de brasero. Aunque el proyecto está aún en proceso, su idea consiste en invitar al público a etiquetar imágenes en un conjunto de datos con los que se entrena a algoritmos, mientras otra persona hace, por ejemplo, punto de cruz. El objetivo de esta reunión con la ciudadanía es el de normalizar este tipo de tareas tecnológicas, para que formen parte de nuestra cotidianeidad, igual que cuando realizamos otras tareas, como coser, escribir o dibujar. Aprender a controlar los algoritmos hará que los algoritmos no acaben por controlarnos a nosotros: a nuestros clics, nuestros gustos, nuestro pensamiento e imaginario individual y colectivo. “Queremos democratizar el conocimiento de estas herramientas y abrirlos a la ciudadanía”.
El mundo cada vez se parece más a sí mismo y a veces uno se olvida de que Twitter/X, Google, Instagram, TikTok, YouTube, Amazon o ChatGPT no son productos culturales sino empresas tecnológicas. Son cómplices de las grandes transformaciones culturales, económicas y políticas por las que está pasando Europa, Estados Unidos y parte de América Latina. De ahí que el filósofo Toni Navarro recuerde la aparición, en redes sociales, de #VámonosJuntas, una llamada a la migración colectiva en busca de “espacios digitales que prioricen la conexión auténtica y la diversidad”. Pensemos entonces en cómo dar un paso atrás, olvidar las referencias preconcebidas, abrir la imaginación y preguntarnos: ¿qué es lo que realmente quiero?, ¿qué es lo que realmente me gusta?
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