Entre España y México: Brenda Navarro y Pau Luque, una biblioteca para ubicarse al otro lado del océano
Los escritores reflexionan en la FIL Guadalajara sobre el nomadismo y los libros tras el impulso de empezar de nuevo
Brenda Navarro es escritora, es mexicana y lleva nueve años viviendo en España. Pau Luque es escritor, es español y lleva 10 años viviendo en México. Ambos salieron de sus países por un impulso “con una fuerza descomunal”: el de empezar de nuevo, el de moverse para buscar otras versiones, otros futuros posibles. ¿No es eso acaso la literatura? Irse les sirvió para entenderse y también para entender mejor de dónde vienen. Algunas de sus novelas no serían posibles si no se hubieran ido. En el cambio de lado del océano, los libros se convirtieron en un hogar y en un arma de adaptación.
Lo cuentan en la librería Carlos Fuentes, en el novísimo Centro Cultural Universitario de Guadalajara. Se conocen desde hace tiempo, se llevan bien y se les nota, bromean con hacer un pódcast juntos y que quizás se pueda llamar “dos escritores que se esfuerzan mucho para no trabajar”. Primero, en una charla organizada por el Foro Internacional de Libreros, en el marco de la FIL de Guadalajara, Luque (autor de Ñu y Las cosas como son y otras fantasías) reconoce que las tres cosas que ubica en cuanto llega a vivir a un lugar nuevo son el dentista, las urgencias y las librerías. “Uno organiza su vida sentimental alrededor de dónde están los libros. Los libros dan testigo de que estás empezando una nueva vida”, dice. “Cuando te mueves de lugar lo primero que tienes que abandonar es una biblioteca y luego el proceso de querer recuperarla es un poco como recuperar el tiempo perdido de una vida”, reflexiona a su vez Navarro (autora de Casas vacías y Ceniza en la boca).
La escritora —que se muda ahora a Iowa, Estados Unidos— cuenta que ya ha aprendido a llevar sus libros imperdibles en un Kindle para evitar tristezas, pero que sí traslada su edición de Los hijos de Sánchez; Luque, por su parte, va sumando obras imprescindibles a cada mudanza, de momento son ya dos poemarios (Edad y Muerte sin fin), y una obra de Leonardo Sciascia. Ninguno se ha cansado todavía de moverse. “La idea de hogar es un subproducto de esta obsesión muy moderna y muy occidental por la certeza”, dice Luque, que añade: “La idea de lo nómada yo creo que es intrínsecamente literaria”. Responde Navarro: “Me gusta más la idea de rizoma que de raíz, en el sentido que dice Valeria Mata en un libro precioso, que se llama Todo lo que se mueve: no estar enraizado en un solo lugar, que lo que hace es que defiendas la propiedad y un sistema que te hace sentir cómodo, sino que más bien ir tomando los nutrientes de la tierra que vas caminando”. Después de las fotos, ambos conversan con EL PAÍS sobre bibliotecas y migraciones.
Pregunta. Si irse sirve para entender mejor de donde venimos, ¿qué han entendido de sus países?
Brenda Navarro. Yo siempre voy diciendo por ahí que yo me reconcilié con México cuando dejé de vivir en México. Entendí la dinámica que no puedes ver mientras estás en el ojo del huracán. La que más resalto es cómo en un Estado tan violento hay una cuestión social bastante rica para sostenerse frente a ese embarque, eso me parece de un optimismo tremendo. Las mujeres que están generando movimientos sociales importantísimos, no solamente en términos de discursos feministas, sino de defensa del territorio, del agua, de su propia lengua o de su forma de organizarse políticamente, son las que me hacen sentir orgullosa. Es una sociedad que sabe buscarse la vida frente a un Estado que se la está quitando. Y eso lo entendí afuera, si yo hubiera seguido aquí hubiera seguido enojada, pensando que todos somos horribles y todos tenemos la culpa.
Pau Luque. Siento que entendí algunas cosas buenas y otras malas. Entre las malas es que somos extremadamente provincianos, que creemos que nuestros problemas minúsculos son problemas mundiales. Eso lo descubrí viviendo aquí, antes también pensaba que mis problemas minúsculos concernían a todo el mundo. De las buenas, también me di cuenta de las virtudes del lenguaje directo, como un buen insulto a tiempo. Cosa que no creía cuando vivía en España, que me parecía que eso era algo que estaba mal, y que ahora veo que cumple una función que tiene que ver con el desahogo.
P. ¿Son distintos en cada país?
B. N. Por supuesto. Yo ya no sé quién soy aquí. Y está bien no saberlo. Siento que soy la hija que ya no soy, soy la amiga que ya no soy, y que la gente cuando vuelvo busca esa persona que se fue y que por supuesto ya no está y yo no sé cómo resarcir eso. Eso me cuesta mucho trabajo, no porque me lastimen, sino porque siento que echan en falta algo que yo ya no puedo ofrecerles. Y, en cambio, siento que en España o en otros lugares que he estado habitando tengo la posibilidad de estarme reinventando.
P. L. Hay una idea que me gusta mucho que dice que “cuando uno extraña un lugar, lo que realmente extraña es la época que corresponde a ese lugar”. Siento que es legítimo defenderse de las inclemencias de la vida con un poco de nostalgia. Cuando voy a España, tengo unos días absolutamente melancólicos. Cuando llevo tres, cuatro días, me doy cuenta de que vivo en otro mundo y que el tipo de reacciones y relaciones que yo busco provocar cuando voy ahí pertenecen a otra época que ya fue, simplemente. Entonces los primeros días tengo una melancolía dulce de creer que puede resucitar algunos episodios de mi vida que realmente ya no existen, entonces te terminas adaptando y eres un ser un poco extraño.
P. EL PAÍS acaba de presentar un documental sobre los últimos exiliados de España en México y uno de los protagonistas, Fernando Serrano, diferenciaba entre migración, en la que siempre hay esperanza, y exilio, donde lo que hay es tristeza por lo que se queda atrás. Cuando migraron, ¿qué esperanza tenían? ¿Qué lucecita perseguían?
B. N. Una vida distinta. Yo nunca he visto mi migración como buscando algo mejor en un sentido económico de progreso, pero sí justamente como una necesidad de nomadismo que tenemos muchas personas: ahora me quiero reinventar de otra forma, performarme diferente y a ver qué pasa.
P. L. Yo tengo una parte de mi familia que fue exiliada a Francia porque habían luchado en el bando republicano. Y a otro nivel yo creo que nos movemos por algún tipo de malestar, que creemos que se puede mejorar. Lo que pasa probablemente es que uno abandona viejos malestares y adquiere nuevos, estilo Sísifo. Está bien porque uno aprende a vivir con sus malestares. Es una idea muy extraña pero la idea de empezar de nuevo —aunque uno realmente no empiece de nuevo—, tiene una fuerza descomunal tanto como para alcanzar océanos, formar familias del otro lado del mundo.
B. N. La decisión de moverte de lugar —cuando no es por algo externo a ti— tiene que ver con que siempre nos estamos retando a ver de qué tanto somos capaces. Lo que nos están diciendo es que creemos un hogar, que añoremos, que seamos más proclives a la certeza... y cuando uno se quiere mover de lugar piensa ‘¿qué cosa mala puede pasar?’. Cuando migramos lo hacemos por un deseo del movimiento, no como esta idea del inmigrante que solo se mueve por decisiones sin agencia. Yo creo que incluso quien decide arriesgar su propia vida, sabe que es porque tiene que conocer algo más: “¿Y si soy capaz de moverme, de desplazarme?”. Creo que ahí hay algo muy perverso que solo los humanos tenemos.
P. L. No hay ninguna idea que produzca más vértigo que la idea de “¿y si las cosas me salen bien?”. Es una idea rarísima, porque uno siempre está preparado para que las cosas salgan mal. Esa es casi la rutina, entonces la posibilidad de que salga bien genera vértigo y casi adrenalina.
B.N. Y las ganas de irse también es lo que mueve la literatura también, ¿no? El propio Odiseo, por más que decía que la guerra… Siempre nos queremos ir.
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