Bolsos de lujo y dominación: la socióloga que se infiltró como sirvienta de millonarios
Cuanto más dóciles se muestran las empleadas del hogar, mayor compensación obtienen. Es la conclusión a la que llegó la socióloga francesa Alyzée Depierre, que se hizo pasar por una para revelar la violencia que se ejerce sobre ellas. ‘Ideas’ adelanta un extracto de su libro

La primera familia a la que serví fue la de Catherine, la hija de Geneviève, que me llamó por teléfono dos días después de una entrevista para confirmarme que iba a contratarme. Trabajé para ella en París durante un año, junto con cinco sirvientas, durante varias horas todas las tardes, cuando los niños volvían del colegio. Además, fui con mis empleadores a su residencia de verano en China, durante dos meses de verano, en los que trabajé a tiempo completo, como au pair, junto con seis sirvientas que viven allí. Posteriormente, trabajé para otra familia, la de Margaret, Philippe y sus cuatro hijos, durante cuatro meses, varias horas diarias y durante algunos fines de semana, con dos sirvientas. Me encargaba de los deberes de los niños, de una parte de su colada, de acompañarlos en las salidas y de la cena familiar. Mi experiencia anterior como canguro de niños de todas las edades, como animadora de fiestas de cumpleaños y monitora de campamentos de verano, así como mi afición por la cocina, el deporte y las manualidades me ayudaron mucho a llevar a cabo esas tareas. En cambio, nunca había trabajado en equipo en el domicilio de mis empleadores, por lo que tuve que aprender a marchas forzadas las reglas que rigen las relaciones que precisamente andaba yo investigando.
Esa inmersión me dio acceso a comentarios, interacciones, tensiones y emociones que no se expresan en una entrevista. A pesar de mi condición ligeramente distinta de empleada-estudiante a tiempo parcial, me di cuenta de que el trabajo en equipo genera tantos conflictos como solidaridad. Observé las numerosas ambivalencias que caracterizan la relación de servicio entre los ricos y su servicio doméstico. Desde luego, la convivencia estrecha se ve interrumpida por el trabajo, los viajes, los desplazamientos profesionales y el ocio de las grandes fortunas, pero no por eso deja de ser continua en un espacio, el del domicilio, que se define por la intimidad, el secreto, la entrega y las relaciones “pretendidamente” desinteresadas. De ahí que el servicio doméstico cree una situación en la que la relación salarial se impone en un ámbito donde a priori no se espera, a diferencia de un trabajo en una oficina, una fábrica o una tienda, por ejemplo. Observé hasta qué punto, para que esa relación funcione, los ricos lo convierten en un asunto colectivo, que atañe a toda la familia, pero también a la red de amistades, los vecinos y a menudo los comerciantes cercanos, con el fin de seleccionar quién puede penetrar en la intimidad de su hogar.
Las grandes fortunas están acostumbradas a tener a su servicio a numerosos empleados, a los que meten en el mismo saco. Recuerdo que, durante una entrevista en su despacho, el presidente ejecutivo de una empresa me habló de “[su] personal”, formado por los obreros que restauraban su castillo en el campo, su mayordoma, los empleados del grupo financiero que estaban a sus órdenes, la portera de su edificio e incluso el fontanero al que solía llamar en caso de necesidad. Las grandes fortunas se consideran los verdaderos patrones de la sociedad, tal y como han demostrado numerosas investigaciones sobre el terreno. Su enorme poder financiero explica que el abanico de servicios pueda extenderse considerablemente y, en este sentido, a su juicio el servicio doméstico constituye una parte de esa clase social servil más amplia a la que pueden exigir un sinfín de tareas. Eso sí, los ricos intentan cultivar una imagen de “buenos jefes”, sin dejar de tener a su servicio a quienes quieren y cuando quieren.
Este texto demuestra que el principal mecanismo que impulsa el servicio doméstico es lo que denomino la explotación dorada. El término designa la lógica de sobrepuja que consiste en comprar, a un precio muy alto, la dedicación ilimitada al trabajo por parte de las sirvientas, una especie de “superpaternalismo” en gran parte inédito en épocas anteriores. En efecto, a cambio de que les sirvan, las grandes fortunas conceden a sus sirvientas un sueldo, una vivienda y se hacen cargo de varios gastos. Las ventajas económicas y en especie pueden ser considerables: sueldos de 8.000 euros, incentivos de varios centenares de euros, bolsos Chanel y zapatos Louboutin, relojes de lujo, visitas médicas con los mejores especialistas, matrícula en una escuela privada para sus hijos… Cuanto más trabajan y más dóciles se muestran las sirvientas, más compensaciones obtienen, hasta tal punto que, comparadas con otras trabajadoras, las sirvientas pueden parecer afortunadas en lo material. Sobre todo, teniendo en cuenta que, para la mayoría de ellas, el servicio doméstico constituye una alternativa al paro, a la pobreza extrema, al racismo y al sexismo estructurales. Trabajando en casas de ricos, esas sirvientas acceden a algo impensable en cualquier otro lugar. A fin de cuentas, ¿no es mejor servir a ricos que ser obrera en una fábrica, cajera en un supermercado, camarera o recepcionista? La inmensa mayoría de puestos de servicio doméstico o de limpieza, sean a domicilio, en empresas o en espacios públicos, tienen unas condiciones de trabajo míseras y una imagen mediocre: sueldos muy bajos, mucho tiempo de transporte no remunerado, fatiga física, riesgos para la salud y escaso reconocimiento político. (…)
La convivencia entre el servicio doméstico y los señores, pues, puede parecer provechosa para todo el mundo. ¿Acaso sus atenciones recíprocas, su comprensión mutua y los años que han pasado juntos demuestran que es posible una coexistencia pacífica entre dominadores y dominadas, al margen de cualquier institución reguladora, tan beneficiosa para los unos como para las otras? Aparentemente, las sirvientas viven en un mundo aparte, junto a los ricos, con quienes comparten una especie de ecosistema perfecto. Sin embargo, detrás de su máscara dorada, la explotación bate récords. Se oculta con pequeños acuerdos y compensaciones materiales que no siempre resultan beneficiosos para todas las sirvientas, dado que se basan en el valor subjetivo que les atribuyen los ricos. Asimismo, la explotación consiste en una entrega ilimitada al trabajo que revela la violencia que ejercen aquellos cuyo dinero legitima su poder.
Los mecanismos de explotación que aplican los ricos se sustentan en una contradicción: pese a que las grandes fortunas brindan a sus sirvientas la posibilidad de ascender socialmente, a veces de manera fulgurante, al mismo tiempo mantienen a cualquier precio el orden social, así como las jerarquías de género y de raza que estructuran el conjunto de la sociedad. El comportamiento de los ricos en el interior de sus casas no es sino un reflejo del sistema liberal y capitalista contemporáneo que enmascara las desigualdades sociales, raciales y sexuales bajo la apariencia de un éxito y una libertad ilusorias. Si los ricos están dispuestos a invertir tantísimo financiera, material y emocionalmente en el servicio doméstico, es porque este constituye uno de los fundamentos de la reproducción de un sistema en el que casi siempre tienen la certeza de salir ganando.
Con su dinero, las grandes fortunas compran el derecho a ejercer la dominación en su casa, sin distancia, sin pausa, modelando el cuerpo y el espíritu de sus sirvientas con el pretexto de que son miembros de su familia como los demás y, por tanto, están sujetas a unas jerarquías de poder intrafamiliares. Ese derecho a ejercer la dominación en la intimidad todavía es más fuerte en la medida en que no es un fin en sí mismo ni un asunto individual, como atestigua la vastedad de las redes de interconexión a las que se acude para encontrar a las mejores sirvientas. De hecho, ese derecho es una de las bases del poder económico y político de los ricos, cuyo número —conviene recordarlo— no deja de aumentar.
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