Mejor la serie ‘Mi sultán’ que ‘Sexo en Nueva York’: a EE UU le sale competencia en el sur global
Las series estadounidenses han dejado a millones al margen. Desde Siria hasta Sudán, las audiencias se identifican poco con las fantasías de riqueza y sexo para blancos, escribe la escritora paquistaní Fatima Bhutto en un ensayo del que ‘Ideas’ adelanta un extracto
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La cultura popular estadounidense no resultaba atractiva universalmente, pero durante muchas décadas fue la única cultura pop global disponible. Ostentosa y libertina, se dirigía principalmente a una élite del tercer mundo. Quienes hablaban inglés, disponían de los medios para viajar al extranjero y estudiar allí y practicaban un consumismo internacional se veían particularmente seducidos por la cultura estadounidense y deseaban todo lo norteamericano: las costumbres, el estilo de vida, el conocimiento y… por encima de todo, su poder. Esta élite, en la que me incluyo yo misma, quizá haya sido la primera infectada, pero en última instancia ese culto a la cultura popular estadounidense se difundió, lo que fue facilitado por la migración masiva a zonas urbanas, el ascenso de las clases medias en todo el sur global y el aumento de la conectividad. (…)
Las nuevas industrias culturales han nivelado el campo de juego. Hoy día, en Karachi, las familias no solo se reúnen frente al televisor para ver las telenovelas estadounidenses. El público fiel de Belleza y poder era una élite metropolitana y angloparlante con acceso a comunicaciones por satélite, algo raro en la década de 1990. Su usurpador ha trascendido todas esas divisiones de clase. Cuando Mera Sultan (Mi sultán), la versión en urdu de la arrasadoramente popular serie turca Muhteşem Yüzyıl, o Magnificent Century, se emitía a principios de la década de 2010, las calles de Karachi se quedaban vacías y las tiendas que permanecían abiertas hasta bien entrada la noche bajaban las persianas hasta la mitad. Netflix emitió con gran éxito en 2018 la primera temporada de su primer drama turco original: Hakan: Muhafiz (Hakan, el protector). Al mes, la serie había sido vista en 10 millones de hogares en 190 países, de los que en Brasil, Argentina y Canadá estaban los espectadores más entusiastas. Netflix ha encargado una segunda serie e inicia la producción de otro drama original turco y se dice que Amazon Prime ya se propone seguir muy de cerca a su competidor. (…)
Según el Libro Guinness de los Récords, en 2008, 26,2 millones de personas de todo el mundo, cifra máxima, vio Belleza y poder. En 2016, más de 200 millones de personas habían visto Magnificent Century. Sus distribuidores calculan que hoy el número de espectadores se ha duplicado.
Más que la mejora de las conexiones por cable, lo que explica esta espectacular alteración son los cambios demográficos. En 2015, más de 1.000 millones de personas abandonaron su hogar en busca de una vida mejor. Solo un pequeño porcentaje de ellos, 244 millones, emigró al extranjero. La mayoría, unos 763 millones, se trasladó desde una zona rural a otra urbana dentro de su propio país. Los emigrantes más modernos se mudaron voluntariamente, pero, con unos máximos situados tras la Segunda Guerra Mundial, el desplazamiento es cada vez más un fenómeno urbano. En los primeros 15 años del siglo XXI, el aumento de la migración ha alcanzado el doble de la velocidad del crecimiento de la población.
En 1990 solo había 10 megaciudades que contaran con una población igual o superior a los 10 millones de habitantes. Para 2030 se espera que el número de personas que vivan en ciudades se dispare hasta el 60% del total de la población mundial. Algunos afirman que ya estamos muy por delante de esa cifra. Utilizando tecnología geoespacial, investigadores de la Comisión Europea descubrieron que en 2018, el 84% del mundo ya vive en zonas urbanas. Alrededor de 2008 dejamos de ser un mundo mayoritariamente rural para convertirnos en un mundo de mayoría urbana y, desde entonces, hemos avanzado a una velocidad de vértigo. Las poblaciones urbanas crecen unas tres veces más deprisa que las poblaciones rurales: cada semana se mudan a alguna ciudad entre 1,5 y 3 millones de personas. En 2050 pasarán a ser población urbana del mundo otros 2.500 millones de personas, el 90% de los cuales estarán en Asia y África.
No podemos subestimar la desorientación psicológica causada por estos desplazamientos. El viaje desde la tradición hasta la modernidad no es ni inevitable, ni indoloro; va acompañado de perturbaciones profundas. Las personas que abandonan sus familias y aldeas se encuentran desarraigadas en la gran ciudad impersonal. Es una geografía sin anclajes, llena de privaciones sexuales y materiales, de injusticias y desigualdades. Los hombres y mujeres criados en redes familiares rurales y conservadoras, donde los mayores conciertan los matrimonios, suelen quedar impresionados por la depravación de la ciudad. A los hombres les resulta difícil casarse con mujeres urbanas liberadas y los códigos de deseo ajenos que determinan los romances en la metrópolis les humillan. Y las mujeres son vulnerables, están desprovistas de protección y son tomadas como presa de la explotación por parte de los ricos y poderosos.
¿Quién puede derrotar a la ciudad sin conocer íntimamente los signos y los símbolos de la élite? La arquitectura del poder excluye a todos aquellos que no hablan su lengua y los priva de movilidad social y capacidad de actuación. Incluso los migrantes urbanos que triunfan y acaban siendo ricos, consumistas y felices en el amor deben luchar para reconciliar los valores heredados del parentesco y el deber con los nuevos estándares de la vida capitalista y competitiva. Estos dilemas humanos exclusivos de los recién llegados a la modernidad no los abordan las mujeres exuberantemente promiscuas de Sexo en Nueva York (…), sino las nuevas industrias culturales. ¿Cómo participar de un mundo donde “perro come perro” sin sacrificar la identidad, la familia o la cultura? Y ¿qué espacio existe para los relatos de esfuerzo y desplazamiento cuando el espacio dedicado a la fama sin esfuerzo, los ricos y la supremacía no deja de crecer? La cultura pop estadounidense u occidental ya no responde satisfactoriamente.
Ser estadounidense ya no es pertenecer a una élite cultural elogiosa. Después de que la Casa Blanca de Trump utilizara la imaginería de Juego de tronos para anunciar nuevas sanciones contra Irán —”Se acerca el invierno”—, el ayatolá Alí Jamenei, líder supremo del país, desestimó la decisión escogiendo centrarse en el decadente tesoro cultural de EE UU, en lugar de en el militar. “EE UU es hoy día un lugar mucho más débil que hace 40 años —dijo Jamenei ante una multitud congregada en Teherán—. La mayoría de los políticos y analistas globales del mundo cree que el poder blando de EE UU está agotado. Ha quedado destruido”.
Mientras el mundo lidia con las tensiones de la globalización —las ondas sísmicas de los ajustes económicos neoliberales, la velocidad atroz a la que viaja la información y las turbulencias causadas por la urbanización y la migración masiva desde los pueblos hacia las ciudades—, la cultura pop estadounidense parece reflejar cada vez menos este nuevo e incierto presente. A una mujer pobre de Guatemala le cuesta mucho más trabajo verse reflejada en Girls que en Bihter, la protagonista de Amor prohibido, la popular telenovela turca sobre una joven de Estambul que se casa con un hombre rico y mucho mayor que ella mientras vacila tras la muerte de su padre y se aleja de la insolvencia de su familia.
Los productos cinematográficos de EE UU, que evocan o, al menos, insinúan las fantasías occidentales, han dejado a millones al margen, a las puertas de un sueño muy distinto y peculiar de materialismo casi pornográfico. Desde Siria hasta Sudán, las audiencias difícilmente pueden identificarse con las fantasías de poder, riqueza y sexo para blancos, y menos aún aspirar a ellas. Las penurias y las modestas glorias de esforzadas heroínas turcas son asequibles para todo el mundo. Lo único que se ha demostrado entre la Tormenta del Desierto de 1991 y la Operación Libertad Duradera de 2001 es que el poderío estadounidense no tiene nada de duradero.
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