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En el Coliseo murieron miles de animales exóticos (y cero cristianos hasta el siglo V)

No hay registros genuinos de que se ejecutase a ningún mártir en la arena. Fue más tarde cuando los autores cristianos convirtieron el Coliseo en su santuario

Coliseo
Reproducción de una lámina del siglo XIX con un grupo de cristianos antes de ser devorado por leones y tigres en el Coliseo.AKG (ALBUM)

Los relatos que tenemos sobre las cacerías y exhibiciones de animales en el Coliseo hacen hincapié en su ferocidad y exotismo. A mediados del siglo I antes Cristo, el general Pompeyo (cuya figura representó la respuesta de Roma a Alejandro Magno hasta que fue derrotado por Julio César en la guerra civil) habría reunido en la arena a 20 (o 17 dependiendo de a quién se crea) elefantes, 600 leones y 410 leopardos. El emperador Augusto, en su autobiografía, alardea de “haber acabado” con un total de 3.500 animales en “cacerías de fieras africanas” en el curso de su reinado (según Dion Casio, incluidos 36 cocodrilos en una única ocasión).

Un historiador romano tardío muy poco fiable dejó correr la imaginación al enumerar los animales que exhibió el emperador Probo en el Circo Máximo (“decorado con plantas para que pareciera una selva”) a finales del siglo III después Cristo: “Mil avestruces, 1.000 ciervos, 1.000 jabalíes, después gamos, íbices, muflones y demás herbívoros”. En una variante fantástica del procedimiento habitual, se permitió que el público entrara en la arena para llevarse los animales que quisiese. En otra ocasión, el mismo emperador (según el mismo historiador) habría organizado un espectáculo más bien decepcionante en el Coliseo. Dicha exhibición incluía 100 leones a los que fueron matando a medida que iban saliendo lentamente de sus jaulas, de modo que “esta matanza no proporcionó demasiado espectáculo”. (…)

Con los ejemplares grandes y peligrosos de las grandes celebraciones, las cosas podían salir, y de hecho salían, horriblemente mal. Los elefantes de Pompeyo, por ejemplo, causaron toda clase de problemas en el Circo en el año 55 antes de Cristo. Al parecer, la muchedumbre disfrutó mucho con el elefante que se arrastraba de rodillas (tenía las patas malheridas y no se podía levantar) y arrebataba los escudos a sus oponentes para lanzarlos al aire como un malabarista. Pero la diversión cesó cuando las fieras en masa trataron de derribar la empalizada que las cercaba y escapar. Esto provocó, como señala Plinio de manera impávida, “cierta inquietud” entre el gentío. (…)

¿Cómo lo hacían los romanos? ¿Cómo capturaban a los animales sin la oportuna ayuda del moderno dardo tranquilizante? Al parecer, utilizaban una variedad de trampas, hoyos y astutos señuelos humanos disfrazados con pieles de oveja. ¿Y cómo se las arreglaban para conseguir que estas criaturas fieras y temibles llegasen a la capital vivas y en condiciones de luchar desde las zonas más distantes del Imperio? Los escépticos responderán que a menudo no lo lograban. Después de todo, Símaco quedó decepcionado con sus escuálidos oseznos y es probable que llegasen más cadáveres que animales vivos. Aun así, detrás de la exageración y los fracasos de los que no se hace eco la literatura antigua, la tozuda realidad insiste en que en ocasiones consiguieron llegar a Roma gran cantidad de fieras.

La iniciativa privada y la organización personal desempeñaron un importante papel. A finales de la década de los años cincuenta antes de Cristo, como sabemos por cartas que se han conservado, Cicerón, el nuevo gobernador de la provincia de Cilicia (en la actual Turquía), recibió presiones para que proporcionase algunas panteras para los espectáculos de su poco respetable amigo Marco Celio; Cicerón se mostró esquivo, afirmando que escaseaban los animales. No obstante, parece que después se utilizaron también destacamentos del ejército para confiscaciones estatales de animales. Puede que fuera una forma conveniente de mantener ocupadas a las tropas acantonadas en las guarniciones en tiempos de paz. Sabemos, por inscripciones, de un “cazador de osos” que servía en las legiones del Rin y de 50 osos capturados en seis meses en Germania.

Los animales no se traían al Coliseo solamente para ser masacrados. Se utilizaban también para matar a delincuentes y prisioneros en las ejecuciones que se celebraban en la arena como parte del espectáculo. Una forma de ejecución tristemente famosa era “la condena a las fieras” (damnatio ad bestias), en la que los prisioneros, algunos atados a postes, eran atacados y devorados por los animales. Este era el destino al que eran sentenciados los cautivos cristianos y que ha dado pie a todas aquellas novelas y películas que tienen como elemento central el enfrentamiento entre “cristianos y leones”, por no mencionar las series de desafortunados chistes del estilo “Leones, 3; cristianos, 0″. El hecho es que no hay registros genuinos de que en el Coliseo se ejecutase a ningún cristiano. Fue más tarde cuando los autores cristianos convirtieron el Coliseo en santuario de los mártires. No hay relatos de martirios antes del siglo V después de Cristo, época en que el cristianismo ya se había convertido en la religión oficial de Roma; así que quizás se remontan a los conflictos entre los cristianos y las autoridades romanas de siglos anteriores. Es probable que los cristianos sí fueran ejecutados allí y que los que se decía que habían sido martirizados “en Roma” en realidad murieran en el Coliseo. Pero, a pesar de lo que a menudo nos cuentan, eso es solo una suposición.

Uno de los candidatos para el martirio en el Coliseo es san Ignacio, un obispo de Antioquia (en Siria) de comienzos del siglo II después de Cristo, que fue “condenado a las fieras” en Roma. Sus obras, y las de otros cristianos que describen la muerte en la arena, no solo ofrecen una perspectiva diferente del anfiteatro desde el punto de vista de la víctima, sino que también muestran lo importante que era la ideología del victimismo en la comunidad de la Iglesia primitiva. Evidentemente, no sabemos prácticamente nada de la experiencia real de muerte de los mártires cristianos, pero las cartas de Ignacio, escritas al parecer para la comunidad de cristianos de Roma en su viaje a la ciudad para ser ejecutado, están cuajadas de espeluznantes anticipos del terrible momento. Se dirigía voluntariamente a la muerte: “Deja que sea alimento de las bestias; así es como puedo llegar a Dios. Soy el trigo de Dios y estoy siendo molido por los dientes de las fieras para ser pura hogaza para Cristo […] Qué emoción obtendré de las fieras que están preparadas para recibirme […] Espero que hagan un trabajo rápido […] Las convenceré para que me coman enseguida, y no dudaré, como a veces ocurre, por el miedo. Perdóname, sé lo que es bueno para mí […] Que venga el fuego, la cruz, la lucha con las fieras, que me disloquen los huesos, que me desgarren las extremidades, que me destrocen todo el cuerpo, torturas crueles del diablo, solo déjame llegar a Jesucristo”.

Lo que resulta sorprendente en la carta de Ignacio es hasta qué punto él y su pretendido público habían interiorizado los ideales “paganos” acerca de la muerte en la arena y los habían subvertido para sus propios fines. La crueldad y el sufrimiento de la arena se han idealizado ahora como instrumentos de salvación de los creyentes.

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