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El amor a través de la filosofía de Iris Murdoch

A la celebridad intelectual anglosajona le fascinaban las personas y sus tribulaciones morales, amorosas y sexuales perdidas entre el peso del deber y el caos

La filósofa Iris Murdoch en enero de 1977
La filósofa Iris Murdoch en enero de 1977Sophie Bassouls (Sygma/Getty Images)
Mar Padilla

“El amor es la dificilísima constatación de que algo distinto de uno mismo es real”, escribe la filósofa y novelista británica Iris Murdoch. En este 2024, cuando se cumplen 25 años de su muerte en Oxford, el legado de Murdoch (Dublín, 1919) sigue vivo: se celebran congresos, se reeditan sus obras y se sigue con detenimiento su asilvestrada senda filosófica: el camino del amor, tal vez el único posible, es el mejor.

El concepto del amor ha estado a punto de fallecer enterrado bajo toneladas del rosa chicle de lo romántico, el peso muerto del cinismo posmoderno y la caspa de sacristía de los que se autoerigieron en sus únicos portavoces. Pero sigue en pie. Sus trémulos rayos iluminan situaciones corrientes, dejando a su paso un rastro de milagro inasible. ¿Y qué es, en verdad, ese Crazy Little Thing Called Love al que canta la banda Queen?

Para Murdoch ese algo es un faro, una luz inaprensible, cálida y viva, ubicada en muchas partes a la vez, por mucho que se empeñen en negarlo los más agoreros. Y hay que echar mano de él. “Necesitamos una filosofía moral en la que el concepto de amor, tan raramente mencionado hoy por los filósofos, se haga central de nuevo”, alerta en La soberanía del bien (Taurus, 2019). Sea lo que sea, el rastro del amor está presente en actos cotidianos como el de intentar comprender, en el esfuerzo por no hacer daño, en los cuidados, en el gesto que busca alegrar a otros, en la querencia por un paisaje o la misma vida, a veces tan insoportablemente misteriosa. “El amor nombra tantas cosas distintas que uno se pregunta por qué se clasifican juntas”, decía también Murdoch.

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Contra el nihilismo y sin ningún dios por delante —era atea declarada—, el propósito de Murdoch fue crear una ética laica. Para ello, lo primero que advierte es que nuestro principal enemigo “es el ego gordo e implacable” y lo segundo es que es una senda que se dibuja al recorrerla. “Solo podemos aprender a amar amando”, dice un personaje de su novela La campana.

Contra el ensimismamiento

El ser humano es por naturaleza egoísta y, para Murdoch, la superación de eso supone una apertura a la realidad, verla tal como es, abriéndonos al camino del amor”, explica por teléfono Margarita Mauri, catedrática de Ética de la Universidad de Barcelona. En ese periplo “nos volvemos más atentos a otras personas y a la sociedad en general, así como al mundo natural”, detalla por correo electrónico Miles Meeson, profesor de Literatura Inglesa en la Universidad de Chichester y director del Iris Murdoch Research Centre.

Para ella todo cambio es posible, y para llegar a esa realidad hay que “aprender a ejercitar el ojo paciente del amor”, escribe Stephen Leach, profesor de Filosofía en la Universidad de Keele (Staffordshire, Reino Unido), en el artículo de Philosophy now: Iris Murdoch y el misterio del amor. Defiende sustituir la pobre y árida perspectiva individual por una mirada hacia los otros. Pero hay que esforzarse. La vida es, para Murdoch, “una actividad moral trabajable y por eso utiliza mucho el verbo task, porque es una tarea que no surge de forma espontánea”, apunta Mauri.

Fue una mujer valiente y libre. Se atrevió a mirar de frente la complejidad y la ambigüedad de toda experiencia humana

Para Murdoch, el verdadero progreso humano no se da inventando cosas o ganando dinero, sino a través de las relaciones de cuidado, respeto y aceptación. “Teniendo en cuenta las dificultades en las que se encuentra nuestro mundo, desgarrado por los conflictos y el auge del populismo en Europa y fuera de ella, yo diría que esa visión es esencial y puede producir un cambio en la cultura”, afirma Meeson.

Fue una mujer valiente y libre. Frente al pensamiento analítico que predominaba en Oxford en sus años de estudiante, echando mano de Platón y Simone Weil —tan en desuso entonces—, se atrevió a mirar de frente la complejidad y la ambigüedad de toda experiencia humana. “Murdoch se pone a pensar en un mundo filosóficamente exhausto tras la Segunda Guerra Mundial, rescatando una serie de principios que habían quedado relegados, como el amor, el bien o la posibilidad de cambiar”, destaca por teléfono Andreu Jaume, experto en la obra de la dublinesa. Fue capaz de entender que, “al abandonarse la religión”, todo en la sociedad laica —el arte, la literatura, la filosofía— se había ensimismado y lo que intenta es “hacer el viaje de las apariencias para acceder a la realidad”, añade en referencia al paso de los estereotipos y las convenciones (lo que parece evidente) a lo real (lo desvelado en el ejercicio de mirar más allá de uno mismo).

A la autora de El mar, el mar (Lumen, 2004) no le convencían teorías ni abstracciones y no hacía distinciones entre el mundo y las ideas. Para ella, las ideas están en el mundo. La moral no se crea, sino que se descubre, y es en el proceso de desvelamiento cuando vivimos dilemas y culpas, temas recurrentes en novelas suyas como Bajo la red o Algo de otro mundo (en Impedimenta). Según Murdoch, no estamos acostumbrados en absoluto a mirar el mundo y por eso nos cuesta aprehender “la visión de lo que de más excelente tiene la realidad”, y el esfuerzo creativo del ser humano es también una historia de amor.

Para la pensadora dublinesa, las ideas están en el mundo. La moral no se crea, sino que se descubre, se desvela

Autora prolífica —escribió más de una veintena de novelas, numerosos ensayos, artículos y cartas a familiares, amigos, novios y estudiantes—, a Murdoch le fascinaban las personas y sus tribulaciones morales, amorosas y sexuales perdidas entre el peso del deber y el caos. Para ella, la vida es un ejercicio de filosofía moral donde todos somos filósofos enfrentándonos a la trama de nuestra existencia. Y muchas veces fallamos, y eso en su narrativa queda reflejado en escenas de alta comicidad, “un gran lugar de redención de la debilidad cotidiana”, escribió.

Aun de mayor, Murdoch tenía cara de chiquilla, quizás porque tuvo una infancia feliz. Fue hija única y vivió lo que catalogó como “la perfecta trinidad del amor” entre ella y sus progenitores. Creció leyendo La isla del tesoro, Kim y Alicia en el País de las Maravillas hasta que se puso a escribir, fogueándose en la sección de deportes de la revista escolar con artículos sobre críquet y hockey.

Durante la Segunda Guerra Mundial, la ausencia de compañeros masculinos —la mayoría de ellos en el frente— le permitió contar con la atención del profesorado de Oxford. Allí, entre apuntes y fiestas de emparedados y whisky, Murdoch fue compañera y gran amiga de las filósofas Elisabeth Anscombe, Philippa Foot y Mary Midgley. Durante un tiempo trabajó en varios campos de refugiados en Europa, atendiendo a numerosas víctimas del conflicto atroz. Con el tiempo, optó por la ficción y fue una celebridad intelectual en el mundo anglosajón.

“Murdoch tiene un atractivo especial porque une la noción de filosofía —donde se explican las cosas— con la de literatura —donde se muestran sin explicarlas—, lo que ayuda al lector a acercarse a la realidad”, apunta Mauri. Con todas sus tribulaciones y vulnerabilidades, para ella la gente es básicamente decent chaps (gente decente), un pensamiento amoroso y revolucionario aún ahora, en tiempos de desconfianza y desprecio hacia el otro.

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Sobre la firma

Mar Padilla
Periodista. Del barrio montañoso del Guinardó, de Barcelona. Estudios de Historia y Antropología. Muchos años trabajando en Médicos Sin Fronteras. Antes tuvo dos bandas de punk-rock y también fue dj. Autora del libro de no ficción 'Asalto al Banco Central’ (Libros del KO, 2023).
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